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AD LITERAM. Textos históricos compilados

RECUERDOS DEL FUERTE GENERAL PAZ (PARTIDO DE 9 DE JULIO)

RECUERDOS DEL FUERTE GENERAL PAZ (PARTIDO DE 9 DE JULIO)

EDUARDO GUTIERREZ, CROQUIS Y SILUETAS MILITARES

Texto completo

LAS TORTAS FRITAS

Han pasado siete años, y cada vez que me acuerdo ¡se me revuelven las tripas como bajo la acción de la ipecacuana!.

Y negruzcas y como amasadas con vidrio molido, me parece sentirlas crujir bajo mis muelas de alférez.

¡Qué cosa, señor, qué cosa!. Creo que ni Mr. Lelong, después de una fuerte dieta, ¡se hubiera atrevido a hacerles frente!.

Habíamos marchado un día entero, bajo un sol abrasador y sobre un cardal seco que no había más que pedir.

La sed era espantosa y el hambre más espantosa todavía.

Y después de un corto descanso era preciso seguir marchando sin tregua, hasta alcanzar a aquel enemigo más salidor que un gallo criollo.

Porque el enemigo no huía, salía, para volverse a parar y tirarnos un revuelo.

Y marchamos toda aquella noche y toda la mañana siguiente, escuchando ilusoriamente, como un eco lejano y querido, el toque encantador de la carneada.

Pero el toque no llegaba a efectuarse; la corneta del trompa caía perezosamente sobre su cuadril derecho, y éste, lánguido y metafísico como el buen Rocinante, miraba en el vacío, como en la tierra prometida, buscando la presencia de cuarto de carnero.

¡Pero aquel día no se comía! ¡No había carne! ¡Qué hambre, señor, qué hambre!.



Después de desensillar y recorrer en la memoria las listas maravillosas del Café Filip o las vidrieras de la Confitería del Águila, me puse a soñar con una carbonada con hadas (no el de la agencia) y una tortilla de alcauciles.

-¿Qué quiere comer, mi alférez? -me preguntó el leal Carrizo con su sonrisa plácida y serena.

-¡Miserable! -contesté mirando a aquel condenado asistente que venía a hacer más terrible la revolución de mi estómago-. Tráeme un bife con una docena de huevos.

Carrizo se alejó riendo siempre, para volver al poco rato con un mate amargo.

-Aquí está el bife -me dijo, estirándome el mate-. En cuanto a los huevos, se me ha olvidado el azúcar.

¡Ah! ¡mazorquero1 sólo había salvado una cebadura de yerba patria, que venía a partir conmigo generosamente.

Yo tomé aquel mate espantoso, y víctima de una hambre fenomenal, me puse a recorrer los fogones que habían encendido los demás oficiales, para hacerse la ilusión de que más tarde cocinarían.

Dando mis tripas un do sobreagudo en su milésimo silbido, me acerqué al fogón del coronel Lagos y me detuve un momento.

¡Miserable! ¡Él estaba tomando mate, el asesino! ¡Yo le había visto tomar dos y disponerse a tomar el tercero!.

¡Y estaba alegre y conservador, y reía como un loco! Ya lo creo, si el trompeta estaba tomando un mate, bajo la mirada angurrienta de sus ayudantes, a quienes les vi rechazar la invitación de hacer lo mismo.

Tanto me acerqué al fogón y tanto miré, que sin duda el coronel se apiadó de mí y me mandó alcanzar un mate, que yo recibí enternecido de agradecimiento.

Pero apenas di una chupada, lo entregué al asistente, creyendo que el coronel se había burlado de mí.

¡Pero no era así, leal amigo!

El coronel estaba tomando agua caliente sola, para hacerse la ilusión de que tomaba mate, y engañar un poco su plañidero estómago.

Yo había sido más feliz que él, ¡pues Carrizo había partido conmigo su último puñado de yerba patria!



Ya me retiraba a mi fogón, cuando siento un olor exquisito.

Doy media vuelta y apercibo el fogón de la negra Carmen, el sargento Carmen Ledesma, rodeado de oficiales.

Y la negra Carmen andaba a manotadas con ellos, como si defendiera algo que le quisieran arrebatar.

"¡Mama Carmen está cocinando algo bueno!", grité en mi pensamiento, y de tres brincos llegué al alegre grupo.

Allí estaba mama Carmen, que defendía con su sable, de la angurria de mis compañeros, una gran sartenada de tortas.

-¡Tortas fritas! -grité de una manera descomunal-. ¡Tortas fritas! -y me lancé a la sartén, a pesar del sable que se alzó sobre mi cabeza.

Pero una arcada formidable detuvo mi mano ansiosa.

Allí, delante de mama Carmen y con el resto de tortas crudas, estaban las caronas que le habían servido de mesa de amasar.

Aquello era indescriptible -las caronas mugrientas, que servían de cama a mama Carmen, que ponía sobre las mataduras de su pangaré, y que le servían para picar su soga de tabaco negro y patrio, habían sido limpiadas por aquel amasijo nauseabundo.

¡Y allí se veían las tortas crudas, llenas de pelos de caballo, de costras de matadura, de pedazos de tabaco y pelos de frazada!

¡Y ése era el banquete que esperaban mis compañeros, frito en grasa del macarrón manco que habían carneado la noche anterior!

-¡Yo no como de eso! -grité horrorizado y me alejé a paso de trote, en medio de la risa de mis compañeros y de esta sentencia de mama Carmen:

-Ya me vendrás a llorar pa' que te dé, pero no habrá más.

Al pensar en aquellas tortas o lodazales fritos, me acometían unas arcadas espantosas, y resuelto a morirme de hambre más bien, me fui a mi fogón, contando a carrizo lo que me sucedía.

-Si eso no es malo -me dijo el noble soldado-, si es una harina muy limpita que el sargento Carmen ha traído entre el seno para que no se le ensuciara en las maletas.

¡Cómo serían las maletas!

-¡Calla, cochino! -le dije-. O soy capaz de pegarte un tiro.

Pero las tortas de mama Carmen no se apartaban un momento de mi vista y de mi estómago.

El horror y el asco iban cediendo campo al hambre, que empezaba a transigir con lo pelos de caballo, los de frazada y las mismas costras de matadura.

Vacilé, cerré los ojos y avancé hasta el fogón de mama Carmen.

La fritanga de tortas seguía, y sólo quedaban sobre la carona una docena apenas de ellas.
Los oficiales las devoraban una tras otra pidiendo más, y mama Carmen, siempre defendiendo su sartén, las repartía como pan bendito.

Un momento más, y aquel banquete iba a terminar sin que quedase uno solo de los granos de tabaco en que estaban revolcadas las tortas.

Un vértigo de hambre me cruzó como una espada, y ciego y devorante estiré la mano en la que mama Carmen depositó con ademán magnánimo dos de aquellas tortas.

Como ocultándome de mí mismo y cerrando los ojos, di vuelta la cara y comí, comí sintiendo bajo mis dientes los pelos, las costras, y los tabacos.

Y pedí más y devoré media docena de tortas con una ansiedad espantosa.

¡Y hubiera comido toda la noche!




Desde entonces, tengo siempre bajo la mirada el espectáculo horrible de aquella carona espantable, y siento revolverse en mi estómago, como un manojo de víboras, lo pelos, las costras y aquel tufo, imponderable.

El asco más descomunal me asalta y la idea de la ipecacuana me hace llevar las manos al estómago.

¡Oh, han pasado siete años, y cada vez que me acuerdo se me revuelven las tripas!

Todavía no he podido digerir las tortas de mama Carmen.



EL SARGENTO

No se puede decir que el Sargento era más leal que un perro, porque él no era más que uno de tantos miembros de la familia canina atorrante en el fuerte General Paz.

El Sargento era un perro de la genuina familia de los atorrantes, pero de esos atorrantes militares que no tienen dueño ni reconocen más amo que le cuerpo donde han nacido y se han criado.

Los soldados van desapareciendo por las deserciones, las muertes y las bajas, y otras nuevas plazas van llenando los claros que dejó la ausencia de aquellos.

Pero el perro queda en el cuerpo, compartiendo las fatigas y los peligros con los que lo forman, sin averiguar si son soldados viejos o reclutas de ayer.

Para él todos los soldados son iguales, a todos sirve, a todos obedece, y de todos recibe un bocado o un golpe, con la misma conformidad.

Y recorre todos los fogones como todos los perros de guardia, sin ver en ellos otras cosas que miembros de su regimiento a quienes tiene la obligación de acompañar y proteger.

Y el perro atorrante no sólo es la compañía y el amigo del soldado, sino su protector mismo. Cuando no hay que comer y la cosa se hace difícil, él sale a ayudar a los soldados que van a balear el alimento del día, y corre a la liebre, al venado o al piche, hasta traerlo, jadeante y fatigado.

Y lo pone a los pies del soldado a cuyo lado se sienta, hasta que le dan su ración o se convence de que no le van a dar nada, y en uno como en otro caso, se retira tranquilamente y se acuesta a dormir.

A este género de perros militares y atorrantes pertenecía el Sargento, grado a que había alcanzado, desde simple soldado, merced a sus servicios prestados en los diferentes cuerpos que guarnecieron el fuerte General Paz.



El Sargento era perro de campamento, y más que de campamento, de la mayoría donde estaba situado el rancho del jefe de la frontera.

Él había nacido allí, allí se había criado y de allí no había cariño capaz de arrancarlo.

Los regimientos, como los jefes, cambiaban con frecuencia de residencia, pero el Sargento quedaba allí firme, esperando el nuevo jefe que le deparara la suerte. Cuando más salía a acompañar al regimiento que se ausentaba hasta el primer fortín, donde esperaba al que venía para recibirlo con todos los honores y meneadas de cola del caso.

Y acompañaba al nuevo jefe hasta el pobre ranchito enfrente al hospital, como si quisiera enseñarle cuál era su alojamiento allí y dónde podrían hallarlo cada vez que lo necesitaran.

Así el Sargento había vendido al lado de Heredia, al lado de Borges y al lado de Lagos, sin reconocer en ellos a un amo, sino a un jefe cuyas credenciales no eran otras para él que verlo instalado en el pobre alojamiento donde había nacido.

Entonces el Sargento obedecía a la palabra del nuevo jefe, con un raro empeño, y se constituía en su asistente y centinela de más confianza.

Iba las cuadras de los nuevos soldados, como para reconocerlos y hacer amistad con ellos; pero regresaba al puesto que él mismo se había señalado, sin que hubiera fuerza suficiente a arrancarlo de allí.

A la noche, sobre todo, el Sargento se instalaba delante de la puerta, y después del toque de silencio no permitía que nadie pasara sino a seis u ocho varas de distancia: y pobre de que intentase avanzar a pesar de sus ladridos.

Sólo al oficial de guardia, a quien reconocía cuando se recibía del servicio, permitía la entrada al rancho del jefe de la frontera.
Después de éste, la entrada estaba vedada para todos.



El Sargento era un perro de un valor asombroso: no había peligro capaz de arredrarlo, y bastaba una simple amenaza para que acometiera de una manera decisiva.

Su piel renegrida y lustrosa estaba llena de cicatrices tremendas, recibidas todas ellas peleando valientemente contra el enemigo común.

Él había tomado parte en todos los combates que se habían librado cerca del campamento, y herido casi siempre, se venía la hospital, donde sabía que el cabo de servicio tenía orden de asistirlo como a cualquier soldado del campamento.

El Sargento no se movía del hospital hasta no estar bueno, siendo su primera operación ir a visitar al jefe de la frontera como para avisarle que estaba de alta y a su completa disposición.

El Sargento conocía perfectamente todos los toques de corneta.

El de oraciones lo escuchaba de pie y con un raro recogimiento.

Parecía participar de la languidez que invade el espíritu en aquella hora grandiosa, y del respeto que le comunicaba aquel toque severo en un silencio tan viril y solemne.

Al toque de silencio y junto con la larga y sentida nota que lo termina, el Sargento lanzaba un aullido triste y prolongado, y se instalaba en su puesto de servicio hasta la siguiente diana.

Al toque de carneada, el Sargento era infaltable en el paraje donde ésta se efectuaba.

Él ayudaba a voltear las reses y participaba de las achuras con una provisión notable.

Pero si el toque de carneada sonaba durante sus horas de servicio, aunque hiciera tres días que no comía, no se movía de su puesto.

Muchas veces el coronel lo había tanteado haciendo tocar carneada después de silencio.

Pero por más apremiante que fuese el hambre, no había logrado hacerlo mover de su puesto.

Eran sus horas de servicio, y no tenía él qué hacer con el resto del campamento.



El Sargento tenía como única excepción de su vida, una amistad decidida por el cabo Ledesma. Y esta amistad tenía su origen en un bello rasgo del valiente negro.

Un día el Sargento había quedado por muerto en el campo de batalla...

Se había peleado más de tres horas sin tregua, y el sargento, después de tomar parte en lo más recio del combate, había caído a su vez acribillado a lanzadas.

Después de terminada la persecución, el cabo Ledesma tuvo una inspiración: tal vez no esté muerto, dijo, y alzándolo en ancas lo trajo al campamento, asistiéndolo prolijamente en el rancho del sargento Carmen.

Un mes después el Sargento estaba bueno, gracias a los cuidados que se le habían prodigado, y desde entonces cobró por el cabo Ledesma un cariño que no había demostrado jamás por nadie.

Lo visitaba en la cuadra, y cuando estaba de servicio lo acompañaba en el cuerpo de guardia durante todo el día y hasta el toque de silencio.

Después de esa hora ya se sabe que no se movía de su puesto.

En cambio allí solía venir a acompañarlo el cabo Ledesma.

Pero entonces sucedía una cosa particular: el perro salía a recibir al soldado a unas ocho varas antes de llegar al alojamiento del jefe.

Su cariño y su agradecimiento no llegaban hasta hacerle faltar a la consigna que él mismo se había impuesto: no dejar llegar a nadie hasta aquella puerta sagrada.

El día que mataron los indios al cabo Ledesma, fue un día de visible pena para el Sargento.

Se acurrucó allí en el alojamiento del jefe, de donde no se movió en cuatro días, al cabo de los cuales empezó a hacer sus visitas al toldo del sargento Carmen, la madre de Ledesma.

Un mes después de este día amargo para todo el regimiento, porque el cabo Ledesma era un leal veterano, no se volvió a ver más durante el día al Sargento.

Al toque de silencio se le encontraba firme en su puesto de guardia, y al de carneada era infaltable a recoger las achuras.

Pero después de esta hora se perdía hasta el toque de silencio, en que volvía a aparecer.

Nadie se había podido explicar dónde pasaba el día.

Intrigados por esto, los soldados decidieron seguirlo, y sin que el Sargento lo notara, se pusieron en un seguimiento, penetrando al fin el misterio de sus ausencias. El noble perro pasaba el día sobre la tumbadle cabo Ledesma, que había aprendido siguiendo al sargento Carmen.



UN REGIMIENTO ESPARTANO

Cuando la revolución de 1874, las fronteras habían quedado completamente abandonadas porque las tropas que guarnecían habían acudido al llamado del gobierno, unas, mientras las otras se habían plegados a la revolución, siguiendo al prestigioso general Rivas.

En el fuerte General paz, comandancia de la frontera oeste, no había quedado un solo soldado susceptible de dar un paso.

Todos habían marchado al campamento de Mercedes con el benemérito coronel Lagos; jefe de aquella frontera.

La noticia de la revolución los había tomado ignorantes de todo: el regimiento 2 venía de corretear unos indios, recibiendo Lagos en la marcha, la noticia de lo que sucedía en Buenos Aires.

Llegó el campamento, hizo montar a caballo inmediatamente la fuerza que allí quedaba y se puso en marcha hacia Chivilcoy, a esperar órdenes, o ver qué giros tomaban los sucesos.

Cada cual salió con lo puesto, considerándose feliz el que pudo echarse una muda de ropa a los tientos, por lo que pudiera suceder.

Nadie sabía a dónde iba, lo que sucedía y cuánto duraría aquélla marcha precipitada.

Todo quedó abierto y tirado, y a disposición del primero que quisiera agarrarlo.

Allí quedaba la ropa, las armas de repuesto, las camas, y hasta la correspondencia amorosa.

Los quillangos comprados a los indios para traerlos a sus novias unos y a sus madres otros, los retratos de familia y de amor, todo, en fin, quedaba a la vista y a disposición del primer indio que allí entrara.

En el hospital no había más que un soldado moribundo de fiebre maligna, el loco Echeverría, con una indigestión de maíz, y dos soldados más, enfermos de golpes de caballos que les privaban de todo movimiento.



Los buenos milicos se despidieron de sus consortes, que quedaban allí a cuidar las cuadras, los oficiales saludaron aquellas covachas donde dejaban su tesoro y la columna se puso en marcha, con gran espanto del médico Franceschi, que no sabía andar a caballo y temía lo basureara el mancarrón.

El abandono era peligroso, porque el campamento quedaba situado entre las tribus amigas, que no por ser amigos dejaban de se indios: Manuel Grande, Coliqueo y Tripailaf.

Allí quedaba armamento en desuso, polvorín bien provisto y casuchas como la del coronel Lagos, que guardaba cuanto tenía éste, y que no había querido llevar nada para quedar en iguales condiciones a sus oficiales.

No había más amparo que la negra Carmen, sargento primero del 2 de caballería, y a ella se le nombró jefe de la frontera mientras duraba la ausencia del coronel Lagos.

Era mama Carmen el único sargento primero que quedaba en el campamento, y a ella le correspondía el comando accidental de la frontera.



La pequeña columna se puso en marcha, y mama Carmen se quedó dando sus primeras órdenes para arreglar el servicio de vigilancia.

Los vivanderos encajonaban apresuradamente sus limetas y galletas revenidas, para apretarse el gorro sobre tablas, porque podían entrar los indios, que son, por lo general, malos marchantes.

Sevilla, Bastos, don Pedro, todos andaban apuradísimos en arreglar sus efector, cuando sentimos, ya al salir del campamento, la voz sonora de mama Carmen, que dirigiéndose a Bastos le decía:
-¡Que se quede ese que se llama como baraja! No quiero que se vaya, porque por un flojo no nos hemos de quedar sin ginebra ni vicio de entretenimiento.
-¡Que se quede mi pulpería! -gritó Bastos-, pues mis matambres los pongo en salvo.

Y uniendo la acción a la palabra, vino a formar a retaguardia dela columna, mientras mama Carmen ponía de guardia en la pulpería de Bastos a la mujer del sargento Romero, una negra buena moza, más grande que un rancho.

La columna siguió la marcha en medio de las más alegres carcajadas, marcha que fue un verdadero vía crucis para el médico Franceschi, quien, como Cristo, no hacía sino caer y levantarse para volver a caer.



Aquella misma tarde mama Carmen vistió con uniforme de tropa a todas las mujeres que quedaron en el campamento, para que en un caso dado pudiera fingirse un piquete dejando de guarnición en él.

En el mangrullo había dos piecitas de bronce, las mismas que tomó Arredondo en San Ignacio, y que estaban en buen estado de servicio.

En aquel mangrullo estaban perfectamente seguras, pues levantando la tabla no había quien trepara a la estrella, y en último caso, mama Carmen sabía manejar las piezas con bastante acierto.

Allí subían a dormir de noche, estableciéndose de día la más estricta vigilancia.

Los indios amigos veían a la distancia que en el campamento habían quedado soldados y no se atrevieron a [venir].

Manuel Grande era un cacique que siempre había sido leal al gobierno y que protegía al campamento en cualquier caso de apuro.



Una siesta [cuando] mama Carmen estaba entregado con sus amigas y soldados ya mejorados al las delicias de una carne con cuero, sintieron a la centinela que gritaba:
-¡Indios en el fortín Luna!

Medio atorándose con un bocado de matambre, mama Carmen mandó formar sobre el mangrullo y subió ella misma a preparar las piezas.

Efectivamente; a la derecha del campamento se veía una indiada que avanzaba con el mayor descuido, como si supiera que el campamento estaba abandonado.

Los caballos estaban atados a la estaca y nada acusaba la presencia de tropas.

La negra Carmen cargó las piezas, levantó la tabla y se escondió como las demás mujeres detrás del parapeto.

Los dos soldados tenían su carabina con su dotación de tiros, otra carabina mama Carmen y otras dos tenían la mujer del sargento Romero y la mujer del trompa Martinone, conocido por el alias de Martineta.

Los indios, que sin duda estaban convencidos que no había nadie, entraron alegremente y mirando a todas partes, como si quisieran descubrir el paraje que debían asaltar primero.

Aquí fue donde mama Carmen hizo asomar a sus tiradores, asomando ella misma, y rompiendo el fuego sobre los indios.



Aturdidos y aterrados por aquel inesperado fuego de fusilería, los indios se hicieron una pelota y salieron del cuarto dando alaridos terribles.

Mama Carmen, que los vio hechos un pelotón que no atinaba por dónde romper, hizo un disparo de artillería que concluyó por aterrarlos.

Al segundo cañonazo los indios se ponían en fuga, dejando dos heridos dentro del mismo campamento.

Mama Carmen salió entonces del mangrullo seguida de los dos soldados, montó a caballo y se puso en persecución de los derrotados, haciéndoles frecuentes tiros de carabina.

Si los indios volvían, siempre tendría ella tiempo de volver al mangrullo a jugar su artillería.

Pero los indios no atinaban a volver: los disparos de las piezas los habían llenado de espanto y sólo trataban de ponerse a salvo.

Tres indios que fueron alcanzados, en un trayecto de veinte cuadras que duró aquella persecución, los ató mama Carmen y los trajo al mangrullo, diciéndoles:
-No tengan cuidado, hijitos: aquí quedaran hasta que vuelva el coronel y diga lo que ha de hacerse.

Cuando los indios vieron que allí no había más que mujeres, querían morirse de desesperación; pero no había remedio, pues estaban fuertemente amarrados al mangrullo.



Así se libró de ser invadido al fuerte General Paz, durante el tiempo que duró la revolución.

Cuando regresó la división del coronel Lagos, halló los tres prisioneros, guardados por aquel cómico destacamento.

No faltaba ni una hilacha en el campamento; todo se había salvado, gracias al valor y previsión de mama Carmen.



LOS HÉROES IGNORADOS

El 6 de línea ha sido un cuerpo donde el espíritu de batallón ha llevado siempre a oficiales y soldados hasta la heroicidad.

Sus filas no han contado nunca con un flojo, y si por desgracia lo ha habido, sus veteranos se han manejado de modo que bien pronto lo han hecho cambiar de número.

A pesar de esta bravura soberbia, a pesar de ese espíritu de cuerpo insolente muchas veces, en las filas del 6 había un soldado cuya temeridad lo hacía aparecer más valiente que ninguno.

Éste era el negro Leopoldo Montenegro, de la compañía de cazadores que mandaba el teniente José Inocencio Arias.

El negro Montenegro era el soldado más alegre del 6.

Sus farsas se contaban en las cuadras como leyendas fabulosas, y en el campamento raro era el día que pasaba sin alguna aventura traviesa o un hecho heroico llevado a cabo por Montenegro.

Y no había combate en que el negro no se distinguiera por alguna circunstancia especial o por alguna travesura heroica que muchas veces ponía en conflictos al teniente Arias.

Dos hechos, sobre todo, recuerdan los oficiales del 6 que pintan admirablemente aquel noble y bravo carácter.



La batalla del 24 de mayo fue la más sangrienta de la guerra del Paraguay.

La sorpresa había sido completa; una gruesa columna de caballería había cargado sobre el campamento, sin que las compañías tuvieran siquiera tiempo de numerarse.

El 6 de línea que marchaba en protección del 3, se había visto obligado a formar cuadro, para defenderse de los escuadrones que sableaban al 4, sin dejarlo formar.

La compañía de cazadores formaba la cuarta cara y se batía se una manera imponderable.

El campo de batalla estaba en una confusión terrible; por todos lados cruzaban grupos de caballería paraguaya que se acercaban a matar artilleros hasta sobre los cañones, sembrando el espanto y la confusión por todas partes.

Montenegro en un descuido, indujo a un compañero y se dispararon de las filas del cuadro, aprovechando un momento de distracción del teniente Arias.

Y cargando el rifle ganaron el monte que había enfrente, verdadero hormiguero de paraguayos.

La falta delos dos soldados fue notada, y el teniente Arias no tuvo más remedio que ir a buscarlos en persona al peligroso monte.
-¿Qué hacen aquí, bribones? -preguntó Arias-. A las filas, pícaros.
-Por Dios, mi teniente -dijeron-. Estamos esperando aquel abanderado que va a pasar por aquí, para quitarle la bandera.

Efectivamente, el abanderado del regimiento paraguayo que cargó primero, único que quedaba como última muestra de su bravura, venía a pasar por el monte.

Pero a pesar de sus buenos deseos, Montenegro y su compañero tuvieron que volver a sus filas abandonando su presa.



La noche había caído por completo en Lomas Valentinas, y las avanzadas paraguaya y argentina seguían batiéndose, estero por medio, con un encono de perros.

La legión militar había sido relevada por el 3, el 3 por el 4, éste por el 6, y el combate amenazaba no concluir nunca.

La noche era tan oscura que era preciso espiar los fogonazos para hacer los disparos, porque los soldados no podían ver ni al que tenían al lado.

Y los fogonazos se repetían uno tras otro, sirviendo de blanco al adversario que con tal objeto los espiaba.

El coronel Rivas, jefe de la línea, estaba fatigado de tanto fuego al acaso, que no dejaba de causar bastantes bajas.
-Es preciso que esto termine al fin-dijo a Campos, jefe del 6-, porque no se puede estar peleando así toda la noche. La tropa está fatigada, no acomido hoy, y según va la cosa relevando cuerpo tras cuerpo, no podrá comer ni descansar en toda la noche. Es preciso terminar esto de una vez, y me parece que para lograrlo sería conveniente dar una carguita a la bayoneta.
-La cosa es difícil, pero no imposible -contestó el valiente Campos-. Estamos peleando al fogonazo, y cargar a la bayoneta entre el monte y bajo semejante oscuridad, es expuesto. Sin embargo, si usted manda a cargar, yo cargo, con el 6.
-Me parecería bien, prepárese, compañero, y pegue una carguita como las que da siempre el 6.



El comandante Campos empezó a pasear delante del 6, que estaba en batalla, tomando todas aquellas medidas que la prudencia aconseja y recomendando a los comandantes de compañía la mayor vigilancia.
-Vamos a cargar a la bayoneta; que ninguno se separe de sus compañeros, porque se va a perder; que estén todos reunidos, y que ninguno salga de la formación bajo ningún pretexto.

El 6 escuchaba atentamente la voz de su jefe, saliéndose de la vaina por cargar cuanto antes.

En cuanto el trompa tocó a la carga se sintió un feroz golpeteo de boca, y Montenegro se desprendió de las filas y cargó solo, dando alaridos espantosos.

Sorprendió con aquella chillería, capaz por sí sola de alarmar el campamento y hacer fracasarla carga, dio vuelta el comandante Campos y vio al negro que cruzaba el estero redoblando sus gritos y a son de carga.
-¡Ah, negro trompeta! -exclamó, y no pudiendo contenerse le envolvió la cabeza de un latigazo, mandándolo a las filas.
-¡Vean lo que hacen los jefes! -gritó el negro sintiendo la vergüenza de la afrenta y relampagueantes los ojos bravíos en medio de la oscuridad de la noche.

Y trémulo y silencioso volvió a ocupar su lugar en las filas sin que volviera a escucharse su voz alegre.



El 6 de línea cargó con el brillo de siempre, y los paraguayos fueron pronto desalojados de su posición.

Montenegro había cargado en la punta con imponderable bravura.

El capitán Arias lo había admirado en su valor magnífico y el mismo Campos lamentaba aquel latigazo que se había visto forzado a darle, castigando en el pobre negro un acto de arrojo que comprometía el éxito de la carga.

El negro cargó en lo más recio del choque y se metió entre el enemigo, bayoneteando sin piedad, como una máquina de muerte.

Y no se lo volvió a ver más en las filas del 6.

El pobre negro, sin duda para olvidar la afrenta del latigazo se había metido entre el enemigo buscando la muerte.

En vano se buscó su cadáver al otro día, con el mayor empeño.

Montenegro no volvió a aparecer, ni vivo ni muerto.



UN BAILE MILAGROSO

El hambre había subido a cuarenta grados centígrados sobre el termómetro del estómago.

Hacía dos meses que estábamos a carne de carnero, de carnero gordo, por todo alimento, así es que una pierna de carnero y una toma de ipecacuana venía a ser lo mismo.

Estanislao del Campo, cuyo espíritu travieso era capaz de sobre la mayor desventura, había templado su guitarrita y endosado al coronel Gorordo, jefe del Estado Mayor, una famosa composición que empezaba así:

"Señor coronel Gorordo,
permítame que le diga
que me bala la barriga
de comer carnero gordo".

Aquello era espantoso; uno se mordía los codos de pura hambre y no se atrevía a hacerle frente a una pierna de carnero.

Ya habíamos asaltado el botiquín de Julián Fernández para robarle alguna droga que pudiera comerse, y habíamos salido triunfantes con un cacho de manteca de cacao.

Siquiera el mate tenía gusto a chocolate, y la yerba espantosa, yerba patria con que envenenábamos cristianamente nuestros intestinos, sería privada de su gusto espantoso.



En aquel estado miserable llegamos a Dolores, donde estaba nada menos que el señor ministro de la Guerra con todo su Estado Mayor, bien comido y mejor bebido.

Hubiéramos dado nuestra parte de paraíso, si es que alguna vez nos ha de caber en suerte, por un bistec con huevos.

Con el alférez Ricardo Jiménez y el comandante García entonces capitán, habíamos hecho sociedad de pilchas.

Pero ningún fondero había querido darnos sobre ellas tres bifes con huevos.

En Dolores había Guardia Nacional amiga, pero siesta estaba mejor racionada, su estado de pobreza era como el nuestro.

Entre los capitanes Lucio Vicente López, Santiago Bengolea, Enrique Rodríguez y Roque Sáenz Peña, no habían podido juntar diez pesos por todo para favorecernos.

Recurrimos a la eterna munificencia de los comandantes Julián Martínez y Estanislao del Campo, pero el primero nos ofreció una blusa nueva para que la empeñáramos, y el segundo nos ofreció hacernos unas décimas para que cantásemos cada vez que quisiéramos. ¡asemos cada vez que quisiéramos. ¡ aquel maldito bife con huevos que senos había metido entre ceja y ceja!
-¡A la tarde can a dar ración de vaca!- nos dijeron como quien dice: ¡vas a heredar a Anchorena!

Pero llegó la tarde, y el coronel Villegas nos mandó a montar la guardia avanzada, una legua al frente, bajo una lluvia torrencial, y sobre un campo donde se hubiese podido navegar con una canoa.
¡Todavía no hemos tomado justa venganza de aquel nombramiento infame!



Al otro día nuestro estómago parecía una chuspa de milico pobre.

Ya no estábamos en estado de elegir, y en vez de los bifes con huevos, habríamos aceptado aunque fuera una suela de botín frita en grasa de potro.

Relevados del servicio de avanzada, vinimos al pueblo decididos a comer a toda costa, y a comer bien.

Fuimos en busca de Lucio López, Bengolea, Julián Martínez, Enrique Massot, y no recordamos qué otro salteador más, y expusimos de manifiesto el siguiente pasmoso proyecto.
-Pasado mañana se dará una gran baile y ambigú en obsequio al ministro de la Guerra y su brillante Estado Mayor, en casa de la familia...
-Convenido -respondieron todos-, ¿pero quién da el baile?
-Corre de nuestra cuenta si dos de ustedes nos acompañan como comisión, de que seremos el presidente.

Discutida y apoyada calurosamente la idea, nos vestimos con un pantalón de Peña, una blusa de Bengolea y unos guantes de Martínez, y enfilamos a la calle.

Vivía en Dolores una familia muy rica y muy partidaria del doctor Alsina.

Nosotros conocíamos de mentas esta familia, la inocencia crasa de la señora y el gran partido que podríamos sacar de una broma bien explotada.

Íbamos jugando un serio arresto, pero ¡qué diablo!, el hambre podía más que toda otra consideración.

Enfilamos, pues, a la calle y nos metimos en casa de la señora N., donde había gran reunión de muchachas lindísimas y damas de la más famosa respetabilidad.

Pedimos una palabra a la señora y entramos en materia sobre tablas.



-Hemos oído decir al ministro, de [quien] somos ayudantes, que antes de irse de Dolores, quisiera bailar una noche para conocer esta bella sociedad, y como el tiempo apremia, porque se va pasado mañana, hemos venido a ver a ustedes, en comisión. Como ésta es la casa más aparente y lujosa, y usted una dama tan distinguida -añadimos sin darle tiempo a reponerse-, hemos creído que usted no tendría inconveniente en prestarnos el local para dar el baile, aunque sería mejor que usted lo diera, pues así invitaría a sus relaciones. El ministro tiene de usted muy buenos recuerdos, y le hemos oído decir que es la dama más distinguida de Dolores.

La pobre señora se quedó envuelta en una red sin salida.

Argumentó que su casa era muy pobre para tanto honor, que sería feliz en complacernos, pero que no podía prestar la casa, pues tal vez lo tomara a mal su marido ausente, pero que ella daría el baile.

¡El triunfo no podía ser más espléndido!.

Agradecimos vivamente a la dama su complacencia, y como ella se mostrara ignorante en la manera de preparar esas fiestas, nos ofrecimos a servirle de maestro de ceremonias, y con aquel pretexto nos quedamos a comer.

¡Oh, día inolvidable! Mientras nosotros repetimos ocho veces sopa, nuestros compañeros se despacharon un asado de costillas.

Una dificultad sería había surgido de pronto: no había pianista en Dolores; ¿quién tocaría?.
-Tocaremos nosotros-dijimos-, casualmente yo y el doctor López somos concertistas.

Todo quedó así arreglado para el día siguiente: la mesa para cien cubiertos se encargó al Hotel de Mazzuchi, donde paraba el doctor Alsina, y no se habló más de la cosa.

Todo el mundo estaba invitado, menos el ministro de la Guerra, en cuyo obsequio se daba la fiesta, porque podría descubrir el pastel, y como nosotros éramos los encargados de invitar a los caballeros, nos guardamos muy bien de decir una palabra.

Todo Dolores femenil estaba invitado: las muchachas trasnochaban para concluir el traje, y nosotros zurcíamos nuestras pilchas para presentarnos de una manera decorosa.

La hora llegó por fin, y nos lanzamos como una avalancha a aquella casa llena de luz y de bellezas, donde nos esperaba la más opípara de las cenas.

Todo era allí alegría y esplendor; nosotros no le habíamos dormido al piano, le sacudíamos un feroz manteo al Dame Bacaray.

Todas las muchachas esperaban al ministro de la Guerra: pero a las doce de la noche se apareció un ayudante pidiendo mil perdones, porque el ministro se había enfermado y no podía venir.

El baile fue, sin embargo, de lo más entretenido, pues la concurrencia masculina era formada por nuestros mozos más distinguidos.

A las cinco de la mañana salíamos con el vientre repleto y el recuerdo de nuestra más salada noche.

En los bolsillos, en el seno y hasta en las cañas de las botas, habíamos llevado provisiones de masas, pollos, chocolates y pan para una semana.



EL CORONEL BORGES

He aquí un soldado de quien, sin hacer la menor exageración, puede decirse que fue la flor y nata del Ejército argentino.

Bravo como pocos y de una contracción inmensa [a] sus deberes militares, el coronel Borges fue siempre un oficial de provecho y lucidísimo en el campo de batalla, no sólo por su valor personal a toda prueba, sino por su pericia y conocimiento en el arte de la guerra.

Como oficial subalterno, fue siempre un modelo de delicadeza y de honor militar, nunca dio lugar al menor reproche, ni sus jefes tuvieron que dirigirle ninguna observación, ni como conducta ni como servicios.

En el cuartel, como fuera de él, Borges era siempre un cumplidísimo caballero, tan celoso de su reputación militar como personal.

Jamás se le veía mezclando en las bromas juguetonas, tan naturales en los cuarteles entre oficiales jóvenes y traviesos; reservado y prudente, las horas de descanso las dedicaba al estudio de la táctica en el arma de infantería, por la que tenía verdadera pasión.

Los duelos, tan frecuentes entre la juventud de espada, y los lances amorosos inherentes a ella, lo encontraron siempre ausente.

Si alguna vez tuvo alguna aventura galante, sólo su asistente la conoció; en cuanto a duelos, nadie recuerda haber cambiado con él una palabra destemplada.

La única ofensa lanada por él a un compañero de armas, fue la siguiente, que pinta admirablemente la hidalguía de su carácter:
-Yo no puedo estrecharle la mano -le dijo-, hasta que usted no cambie una bala conmigo.

Sin hacer de esto alarde ni acción meritoria, era el primero que acudía al sitio del peligro y el primero que entraba en fuego.

Duro con enemigo y tratando de cumplir siempre exactamente las órdenes que recibía, era amable con sus inferiores y bondadoso con sus soldados, al extremo que éstos tenían por él una ciega idolatría.

Es que Borges, sin disculparles la menor falta ni eximirlos de ninguno de sus deberes, atenuaba en lo posible las penurias de la vida militar.

El cariño de sus soldados por Borges está pintado en este hecho:



Cuando la revolución de septiembre, el coronel Borges había llevado el poderoso contingente de su brazo y su inteligencia al partido que se alzó en armas contra el Gobierno.

Su batallón, el 2 de infantería, a órdenes del comandante Sáez, había quedado con el Gobierno, y formaba en el cuerpo del ejército que mandaba el coronel Julio Campos.

Un día fue necesario hacer un reconocimiento peligroso, y el coronel Campos comisionó al comandante Sáez, con el2 de infantería de línea.
-Yo cumpliré como es mi deber -dijo Sáez, que se había criado en aquel cuerpo-, pero es mi deber también prevenir al señor coronel, que el resultado de este reconocimiento será fatal: yo no tengo confianza en mi batallón.
-El 2 de infantería es un cuerpo glorioso y denodado-repuso Campos- habituado al sacrificio y al triunfo.
-Sí, pero en este caso -repuso Sáez, que sabía lo que decía-: el coronel Borges está con el enemigo, y si el batallón lo ve o sabe que está allí, no sólo no obedecerá mi voz, sino que sin la menor vacilación tratará de incorporársele; conozco los oficiales y los soldados.

Fue preciso ceder a la razón y no tentar el cariño del 2 de infantería.



El coronel Borges empezó a servir a la causa de la libertad desde sus más tiernos años.

Oficial de artillería en Montevideo, vino como teniente de esa arma a la batalla de Caseros, conduciéndose con bizarría y brillo desde disparó el primer tiro.

Un año después pedía su alta en la infantería argentina y era incorporado en su clase de teniente al batallón 2 de línea, de cuyas filas no volvió ya a apartarse hasta 1874.

Desde la batalla de Cepeda hasta entonces, no s ha disparado un solo tiro en la República y fuera de ella, donde haya tomado parte nuestro ejército, sin la presencia del 2 de línea.

Ese cuerpo glorioso ha asistido siempre a todos los combates y a todas las batallas, tomando en ellos la parte más activa, sin que la menor nube haya empañado jamás su justa reputación.

Él asistió a todas las batallas de la guerra del Paraguay, conquistando siempre el aplauso de los jefes superiores.

Y el coronel Borges no había estado jamás separado de sus filas un solo momento en los días de peligro, aumentando así el brillo de su figura simpática y atrayente.

Herido unas veces, contuso otras, ileso algunas, su carácter no desmayó un solo momento, y sus atenciones se prodigaron a manos llenas sobre los que iban quedando en el campo como estela luminosa y triunfante del valiente batallón, que miraba como su parte de paraíso aquel pedacito de trapo desgarrado y mugriento de sangre y humo, último resto de la brillante bandera.

Su posición de jefe no alteró en nada las condiciones del oficial.

En el campamento y en el cuartel era la misma persona bondadosa y suave, el mismo caballero distinguidísimo en el salón, y el mismo león en el campo de batalla.

Dedicado constantemente a la labor y al estudio, su opinión es respetada por sus compañeros de armas, que la consultaban y la acataban con la mayor complacencia.

Los jefes de fronteras que estaban a sus órdenes en los últimos tiempos, como los coroneles Lagos y Timote, no tuvieron jamás con él la menor dificultad, secundándole y ayudándolo con denuedo en su constante y ardua labor.

Fue en las fronteras que comandó con tanto acierto, donde el coronel Borges prestó sus más relevantes servicios, mostrando toda la competencia y tino de que era susceptible.

Los indios sometidos estaban siempre tranquilos, porque temían y querían a aquel jefe de una rara integridad, que les cumplía sus compromisos hasta en el más insignificante detalle.

En el rudo combate de San Carlos [provocado] por Calfucurá, al frente de más de cuatro mil lanzas, fue la presencia del Coronel Borges la que salvó la situación y el honor del ejército.

Los indios habían doblado los regimientos de caballería y arrollado los cuadros de infantería, porque combatían con enormes ventajas y en número infinitamente superior.

La sola presencia del coronel Borges vino a restablecer el combate, y bien pronto, gracias a su actividad y su tino, los indios huían en espantosa derrota, dejando en poder de nuestros soldados la mayor parte de sus arreos y gran cantidad de prisioneros.



Cuando estalló el movimiento de septiembre de 1874, el coronel Borges se hallaba en una posición sumamente difícil.

Él estaba comprometido a apoyar la gran revolución con las fuerzas [a] su mando, el día 12 de octubre, en que expiraba el período presidencial de Sarmiento u en que debía estallar la revolución.

Pero antes del 12 de octubre, el coronel Borges debía ser leal a Sarmiento, a quien servía hacía cinco años.

Cuando se susurró que algo tramaba el partido Nacionalista, el Gobierno o llamó al coronel Borges para preguntarle qué actitud asumiría en el conflicto, y si era leal al Gobierno.

-Hasta el 12 de octubre el Gobierno de Vuestra Excelencia puede contar con mi lealtad y con las tropas confiadas a mi honor - respondió el noble Borges -; no hay consideración en el mundo que me haga faltar a mis deberes.

El Gobierno, que conocía al militar con quien hablaba, dio por terminada su conferencia, enviándole de nuevo la frente de sus tropas, en la seguridad de que Francisco Borges no faltaría jamás a la palabra empeñada.

Los sucesos se precipitaron, y la revolución se adelantó por motivos que no es el caso tratar.

Y el coronel Borges se encontró con que no podía cumplir con sus amigos políticos y personales.

Éstos lo instaron por que los acompañara y el contingente de la división a su mando.

Pero esto importaba para el coronel Borges un acto vergonzoso que él era incapaz de cometer.

-Yo me he comprometido para el 12 de octubre- dijo -, y mantengo lealmente mi promesa; antes de ese día yo no me pertenezco y no puedo faltar a la confianza que el Gobierno depositó en mí, ni a mi propio honor, cometiendo un acto incalificable.

Y el coronel Borges vino a Mercedes y puso a disposición del Gobierno las tropas que este había confiado a su honor, al mismo tiempo que pedía su separación de ellas.

Y el 12 de octubre a la madrugada, el coronel Borges de presentaba al ejército de la revolución a cumplir gustoso la palabra empeñada.



Sus compañeros no comprendieron, o aparentaron no comprender aquel hermosos rasgo de caballerosidad y de carácter, reprochando a Borges, aunque no de frente y con claridad, lo que ellos se permitían llamar su traición.

Y esto hizo una impresión terrible en aquel carácter esencialmente hidalgo y abnegado, concibiendo tal vez entonces la idea de hacerse matar.



La Verde sucedió los pocos días, y como siempre, desde el primer momento, el coronel Borges ocupó el primer puesto de peligro, después de haber tomado la parte más activa en las conferencias que procedieron a aquel brillante hecho de armas.

Cuando el general Mitre mandó la retirada del ejército, porque no quería el sacrificio de un solo argentino más, el coronel Borges observó que aquella retirada no era oportuna.

-Se han perdido ya muchas vidas- dijo-, y el enemigo, en un minuto más de fuego, habrá agotado sus municiones.

El general Mitre desoyó la observación y reiteró su orden.

El coronel Borges, entonces, con la mirada empañada por una profunda expresión de pena y tristeza, avanzó seguido de dos o tres ayudantes, entre ellos el valiente León Rivera, hasta donde el fuego era más violento y nutrido.

Y avanzaba tranquilamente, con sus brazos cruzados y la fisonomía iluminada por una expresión de melancólica bravura.

Algunos pasos más, y el coronel Borges cayó para no levantarse más, con dos terribles heridas, ambas mortales.

Fue su leal ayudante León Rivera quien lo sacó del campo del batalla, para que su cadáver no quedara entre el enemigo.

Dos días después, el coronel Lagos recogía, en el 9 de julio, el cadáver del coronel Borges, que conducía retobado en un cuero el ayudante Rivera, y le daba sepultura en el panteón construido allí para el comandante Heredia.

¡Triste coincidencia! Hablando una tarde sobre el destino de los hombres, y ponderando algunos la posición que a fuerza de constancia y de bravura se había conquistado, dijo el coronel Borges:
-¡Nadie sabe el fin que puede tener!
-¡Quien sabe si algún día no me matan por ahí y me dan por tumba un cuero para retobarme!



Así murió aquel digno y bravo soldado.

El Gobierno y sus amigos políticos han sido para él cruelmente ingratos.

Y sin embargo, fue el militar más lúcido y honrado del ejército. Ninguna lengua se movió jamás para empañar su nombre.



EL CORONEL LAGOS

Es una lámina de acero, que no hay fuerza capaz de torcer.

Pocos militares tan dignos y tan leales, tan bravos y tan abnegados como Hilario Lagos.

En su arma es hoy el jefe más distinguido del ejército, bajo todos los conceptos.

Jefe experto, no hay dificultad ni o peligro capaz de arrendarle o doblegar su carácter de rara firmeza y de excesiva nobleza.

Sereno, sereno y tranquilo en el combate, él acude a todos los puntos, tomando sobre el terreno las prudentes medidas que son del caso, condiciones que le han hecho hacer una figura brillante siempre que ha mandado en jefe.

Humilde y generoso ha salido siempre de los primeros a ocupar su puesto de peligro, volviendo al silencio del hogar cuando aquél ha pasado y la patria no ha necesitado más el servicio de los buenos.

En el cuartel, como en el hogar, en la sala como en la calle, de lejos o de cerca, en el combate como en la fiesta, siempre es el mismo hombre, igualmente bueno, igualmente digno y generoso, sin que los reveses de la suerte y los contrastes de la vida, dolorosos muchas veces, hayan logrado quebrar la altivez legítima y noble de su carácter.

Como jefe, en el servicio y fuera de él, ha sido siempre el mejor amigo de sus subalternos, quienes jamás encontraron cerrada la puerta para pedir una justa reparación.

Magnánimo y bueno, fue siempre enemigo de los castigos brutales aplicados a la tropa, que tuvo siempre en él un protector y un padre.

El alférez como el capitán, el teniente como el coronel, eran para él iguales, y paseaba y se daba indistintamente con el uno o con el otro, pues fuera del servicio no reconoció nunca más jerarquía que la que cada uno lleva en su corazón.

El amor de sus soldados puede juzgarse por este simple hecho.

Cuando Lagos se separó del mando del brillante 2 de caballería de línea, parecía que este hubiera perdido todo el aliento y todo espíritu de cuerpo.

Los soldados empezaron a desertarse y el regimiento parecía haber perdido todo cariño aquel número 2, por cuya gloria y buen nombre tantos sacrificios habían hecho.

Un día se presentó un grupo de soldados en la puerta de su casa, calle de Charcas.

El coronel los hizo entrar y les preguntó qué deseaban, quedando sorprendido al ver que aquel grupo no era otra cosa que una compañía de su regimiento, con sus clases a la cabeza.

-¿Qué es eso? -preguntó el coronel-. ¿Ha llegado el regimiento?

-No, señor, mi coronel -respondió el sargento Suárez, que venía al frente de la compañía-. Es la segunda vez que se ha desertado y viene buscando la incorporación de su jefe. No queremos volver al cuerpo si usted no vuelve también.

-¿Pero no saben ustedes las penas que tiene el delito de deserción?

-¡Cómo no! Seremos fusilados, pero no queremos separarnos de nuestro viejo jefe.

El coronel, conmovido con aquella profunda demostración de cariño, sacó el indulto para los nobles soldados, y los mandó incorporarse nuevamente al regimiento.



Es en la guerra ingrata y penosa con los indios que el coronel Lagos ha prestado sus servicios más importantes, luciendo todas las condiciones de su bello carácter.

Buscando siempre ocupar los puestos de mayor peligro, siendo sargento mayor del ejército, fue nombrado por el viejo general Paunero para el comando del fuerte La Carlota, en la provincia de Córdoba.

Aquel fuerte era entonces el punto de mayor peligro en toda la frontera.

Los indios estaban habituados a avanzarlo, pasar a cuchillo sus guarniciones y hacer todo género de iniquidades y depredaciones.

Días antes se habían internado en el corazón de la provincia, haciendo numerosos cautivos y saqueando infinidad de casas de negocios.

El mayor Lagos aceptó el nuevo puesto de peligro y de sacrificios que se le ofrecía, y marchó inmediatamente a ocuparlo.

Pocos días después, los indios se presentaban en demandadle nuevo jefe, en respetable número.

No los hizo esperar mucho el mayor Lagos, que formó un pequeño destacamento aceptándoles el combate.

Y los indios, habituados a triunfar siempre de la guarnición de aquel frente, sufrieron su primer revés, perdiendo más de cincuenta lanzas y teniendo que retirarse sobre tablas. El mayor Lagos fue tan tenaz en la larga persecución que les hizo como en el combate, arrebatándoles más de mil cabezas de arreo, los cargueros que habían robado antes en los negocios e infinidad de cautivos.

Desde aquel día los indios no volvieron a avanzar a La Carlota.

Este hecho de armas valió a Lagos las más ardientes felicitaciones del gobierno y dl ministro de Guerra, entonces general Paunero.



Nombrado más tarde jefe del batallón 7 de infantería de línea, hizo toda la campaña del interior que dirigió el general Paunero, siendo de los jefes que en ella más se distinguieron.

El segundo jefe que Lagos tenía entonces, era el capitán Julio [A.] Roca, a quien él hizo dar el grado y empleo de sargento mayor.

Siempre en constante servicio, fue llamado después por el ministro Gainza para ocupar un nuevo puesto de peligro y de sacrificio.

Éste era el comando dela frontera oeste de Buenos Aires, vacante por la muerte de Heredia.

Los indios estaban ensoberbecidos en aquel punto y su última hazaña había sido el asesinato del comandante Heredia y cincuenta individuos de tropa.

El cacique Pincén tenía por lujo invadir aquel punto y burlar su guarnición o batirla con éxito.

Como a La Carlota, Lagos marchó al fuerte General Paz, donde lo esperaban nuevas victorias.

Los indios no tardaron en venir en buen número a tantear al nuevo jefe y conocer sus aptitudes.

Un buen día a las doce, los indios de Pincén sorprendieron al campamento y arrebataron sus caballadas, no dejaron más que los pocos caballos que estaban atados dentro del cuadro.

Aquél era un golpe maestro que no tenía remedio, puesto que los indios habían llevado los caballos y no había cómo perseguirlos.

Con la paciencia del que espera pronto un buen desquite, Lagos mandó traer caballos a Nueve de Julio, haciendo montar ciento ochenta plazas de su regimiento.

-No los alcanzaré -se dijo-, pero los encontraré en su campamento.

El coronel Lagos, comandante entonces, se puso en marcha con toda tranquilidad, avistando a los diez días de marcha los toldos del terrible Pincén.

Los indios estaban festejando su último golpe; hasta entonces no había llegado allí ningún soldado, y no podían imaginarse que hubiera un jefe tan audaz [como] para ir a llevarle una sorpresa en medio de sus lanzas, a él, el terrible Pincén.

Al otro día a la diana, Lagos caía en sus toldos por sorpresa y como un verdadero malón, tomando más de doscientos prisioneros, rescatado sus caballos y arrebatando el rodeo de los indios.

Fue esta la primera sorpresa que se [dio] a los indios.

El ministro Gainza dio a este hecho su verdadera importancia, haciéndolo figurar como la pieza más importante en la Memoria de aquel año.

Este triunfo no costó ala Nación ni un solo peso, ni un solo caballo, pues soldados y prisioneros regresaron montando las tropillas de los indios.

La guarnición del fuerte General Paz fue la más respetada por los indios, que desde entonces no quisieron tratar sino con este jefe.



En la gran campaña del desierto, iniciada por el doctor Alsina y terminada por su sucesor el general Roca, fue Lagos la figura más lucida.

Venciendo mil géneros de pequeñas hostilidades y contratiempos por parte de los directores de aquella campaña, tuvo la suerte de hallar el mayor número de indios que batió y destrozó con el brillo de siempre.

El resultado de la campaña de Lagos fueron más de quinientos prisioneros y numerosos arreos de toda clase de hacienda.

El mismo general Roca decía después, en documentos ya publicados, que en la campaña de Lagos reposaba todo el brillo de la expedición, opinión que emitían también los más notables jefes que en ella tomaron parte.



Los tristes sucesos de 1880 separaron a Lagos de los filas del ejército y se quedó a formar bajo las banderas de Buenos Aires.

Él necesito de todo su carácter para sobreponerse a todas las miserias de que fue objeto y blanco; pero el verdadero mérito se abre camino por todas partes, y Lagos llegó a la meseta de los Corrales, histórica desde aquel día.

Todos conocen este espléndido hecho de armas, fresco aún en la memoria de los hijos de Buenos Aires que combatieron a su lado.

Desde entonces, el ejército se vio privado de tan brillante espada y tan clara inteligencia, perdieron la caballería argentina su jefe más lúcido.

El espacio de que disponemos en las Siluetas militares, no es suficiente para consignar la mitad de sus servicios.

Quedan, pues, dos veces más en el tintero.

La silueta de Lagos, viene a hacer aquí el digno pendant de la silueta de Borges.



LUIS MARÍA CAMPOS

He aquí, puede decirse, el oficial modelo en el ejército argentino.

Luis María Campos pertenece a la escuela antigua, a esa escuela rígida y seria, que convertía al oficial en una verdadera máquina de guerra, de acciones precisas y dadas, de las que no es posible discrepar.

Él es imperativo en el mando, y no admite réplica ni dilaciones, pues como subalterno ha estado habituado a obedecer ciegamente las [órdenes] de sus superiores, sin la menor dilación y sin el menor comentario.

Como servicios es en estos últimos veinte años la más brillante foja en la República, pues fueron veinte años que pasó en campaña, ilustrando su nombre en todos los combates que se han dado, y sin faltar del campamento un solo día; y es por esto que hemos dicho al principio que es el oficial modelo en el ejército argentino.

Instruido en su arte, leal en sus afecciones y bravo hasta la exageración, ha sido un notable jefe de brigada en las situaciones más difíciles.

Él, como Lavalle y como Arias, posee la medalla dada por el Brasil al valor militar, después del terrible combate de Peribebuy, únicos tres jefes que la poseen en nuestro ejército.

Campos mandaba entonces la brillante brigada formada por el 5 y 6 de línea.

Desde el primer combate con que se inició la campaña de Paraguay, hasta el último, que creemos fue Peribebuy, no faltó un solo día de la brecha.

Herido en Curupaytí, bajó a Buenos Aires a curarse, y fue ésta la única vez que estuvo separado del ejército, al que se incorporó convaleciente aún.

Constante y abnegado en el servicio, bravísimo e infatigable en la batalla, Luis María Campos formó su reputación con el filo de su espada y la importancia de sus servicios. Las charreteras de general están pegadas sobre sus hombros con la sangre de su cuerpo y los jirones de su carne.

Como hombre puede tener sus defectos, todos los tenemos; como militar es intachable; no hay una sola sombra que pueda nublar el brillo de aquellos galones tan dignamente ganados.



En el general Campos hay dos individualidades: el hombre y el soldado.

Bajo la mirada franca y noble y la sonrisa bondadosa del primero, desaparece toda la aspereza y rigidez del segundo.

En general Campos es un hombre de palabra breve, vigorosamente acentuada, seca y terminante.

En su mirada soberbia hay algo del brillo del fogonazo, y sobre sus labios enérgicos ondula siempre algo de dominante y severo.

De la misma que atiende al coronel atiende al soldado, contra quien jamás ha levantado la hoja de su espada.

En la filas del ejército no se conoce ningún acto de crueldad cometido por él, ni una injusticia que se le pueda enrostrar.

Porque el soldado ha sido siempre para él una entidad digna del mayor respeto, a quien no se puede ajar sin ajar la dignidad nacional que representa.

Luis María Campos es otra cosa distinta.

Luis María Campos es siempre un joven: bajo su mirada expresiva y mansa, brilla siempre una expresión juguetona y estudiantil, la misma expresión traviesa que forma el sello especial de su persona, y que se ve en el kepi y la levita, como en su cara, en sus manos y hasta en sus botines.

Es esa expresión de independencia inimitable que se imprime hasta en la ropa misma, porque ella nace en el espíritu.

Luis María sonríe siempre, aunque no quiera, aunque se ponga serio, y hace sonreír hasta el cigarro que fuma: es el soldado franco, que sacude toda la rigidez del servicio durante aquellas pocas horas que es dueño de su persona.

Su palabra es cariñosa y suave; y nadie más expansivo que él en el seno de la amistad.

En el hogar, Luis María Campos es un hombre digno del cariño y del respeto que le profesaban los suyos.

Ama su familia como la ama el soldado que aprecia la inmensa felicidad de poder estar reunido a ella. Su honradez es como un valor: jamás hemos oído el menor murmullo que pueda querer dañarlas. Luis maría es honrado como todos los Campos: es cuestión de temperamento y de raza.



El general Campos empezó sus servicios en el 6 de línea, cuando el distinguido general Arredondo formó aquel lucido cuerpo, antes de la batalla de Cepeda, y desde allí datan sus servicios. Exclusivamente dedicado a la profesión que abrazaba, se contrajo de tal modo, que en poco tiempo se hacía notar entre sus compañeros pos su buena instrucción militar y la que había sabido imprimir a su compañía.

Desde este instante Campos no descansa un momento; tras de Cepeda viene Pavón, el Paraguay, las campañas del interior y Entre Ríos, estando presente siempre allí donde se ha quemado un cartucho.

Su rigidez en el servicio llegaba, ya como oficial, ya como jefe, hasta no haber faltado jamás a una lista de diana, ni hubo pasado jamás un parte de enfermo, aunque muchas veces lo estuvo seriamente.

La batalla de San Ignacio es uno de los lindos episodios de esta vida militar tan pura y tan rica.



El general Arredondo había sido desprendido por Paunero con el 6, el San Juan y Mendoza y el 1 de caballería, en demanda de Saá, que operaba con seis mil hombres.

La orden no era comprometer combate, vista la superioridad del enemigo.

Pero Arredondo se encontró con Saá en los campos de San Ignacio, y la batalla se produjo.

La tropa empezaba a fatigarse en una lucha tan larga y desigual, y el triunfo se inclinaba hasta entonces por las armas de Saá, siendo necesario uno de aquellos golpes de audacia que deciden un combate.

Así lo comprende Arredondo con ese golpe de vista que lo caracteriza, y manda al 6 de una carga a la bayoneta al centro de la infantería enemiga, arrebatando los cañones que aquella defiende.

El 6 se pone en marcha con el arma a discreción, veinte pasos antes de llegar al enemigo rompe el fuego y carga a la bayoneta.

El choque fue tremendo: la infantería de Saá, en su desesperación de defender los cañones, cala también bayoneta, y se traba una furiosa lucha al arma blanca.

Luis María Campos ha adelantado su caballo hasta la bandera enemiga, que toma del asta y empieza a luchar con el porta.

Entonces Ra custodia de la bandera rompe sobre él un fuego más nutrido y Campos desaparece entre una nube de humo.

Pero no por esto se arredra, y sin soltar la bandera sigue peleando hasta que cae, acosado de todos los lados, herido de bayonetazos.

-¡Han muerto al comandante!- grita el trompa, que no lo ha perdido de vista, y el teniente Arias y el cadete Manuel Campos corren en su auxilio seguido de oficiales y soldados.

En aquel momento Luis María se hallaba tendido de espaldas, como los leones, sin soltar la bandera, y tratando de evitar como podía la lluvia de bayonetazos con que pretendían ultimarlo.

Alrededor de su cuerpo se traba entonces una lucha desesperada.

Manuel Campos ha caído con la cabeza partida de un fusilazo y Arias ha sido herido de bayoneta.

Y desde allí mismo, con una entereza magnífica, Luis María manda cargar al 6, que arrolla en su desesperación cuanto tiene por delante y llega a la artillería arrebatando las indicadas piezas.

Y aquella carga impetuosa da la batalla y salva a su bizarro jefe.



Batiéndose de una manera heroica, Luis María Campos fue herido también en la batalla de Curupaytí y en Lomas Valentinas, pero reestablecido bien pronto, regresó al ejército hasta concluir la campaña, de la manera brillante que ya conocen nuestros lectores.

Luis María Campos no se ha dedicado tan sólo a las armas: también ama las bellas letras, sin duda pensando con Cervantes que no están reñidas las letras con las armas.

Conoce los más selectos autores de literatura e historia, y es un inteligente amante de la buena poesía.

Cualquiera que lo vea por la calle, sonreirá al ver aquel chiquitín de facha tan traviesa y varonil; pero ese cualquiera no sabrá que aquel chiquilín es una gloria de las armas argentinas.



EL POETA SOLDADO

El día de la batalla de Caseros, ocupaba el célebre Palomar una división de infantería con algunas piezas, de cuya división formaba parte, como cirujano, el médico y poeta Mamerto Cuenca.

El doctor Cuenca era un hombre jovial y bravo; dedicado a la ciencia que profesaba, para anda se había mezclado en los sucesos políticos.

Había marchado a Caseros como habría marchado a Flandes, porque el gobierno lo había ordenado así. Y ¿quién se atrevía a desobedecer?

En el campamento como en su hogar, el doctor Cuenca se distraía en escribir versos, pasión favorita del joven cirujano, a [la] que ha debido toda su gloria, pues Cuenca es más conocido como poeta que como médico.

Tenía suma facilidad para escribir; su inspiración era inagotable, y los versos bellos y de especial colorido brotaban de su pluma con una fluidez magnífica.

Cuenca tenía consigo una pequeña valija de la que no se separaba un momento.

Al conocer su profesión cualquiera hubiera pensado que aquella valija era algún botiquín o alguna caja quirúrgica.

Pero aquello nada tenía que ver con su profesión, pues lo que el poeta llevaba en la valija eran los originales de sus mejores cantos, y los que iba escribiendo a medida que la campaña se prolongaba.

Y no hubo ejemplo de verlo separado de su pequeña valija.

Ella servía de asiento como de almohada, de mes y de estorbo, porque había veces que no sabía qué hacer de la valija para quedar con las manos libres.

Sus compañeros le soltaban sus más risueñas pullas, que él aceptaba sonriendo y devolvía con algún epigrama o redondilla picante.



El día de la batalla llegó y las tropas empezaron a batirse reciamente.

Nadie suponía que Rosas fuese a abandonar el ejército, y creían que iba a disputar de una manera sangrienta el triunfo de aquella jornada.

Cuenca había hecho la noche anterior una composición poética y se disponía a hacer otra aquella mañana, cuando en el Palomar empezaron a sentirse algunos disparos de cañón.

Allí la resistencia estaba bien organizada: se había colocado cuatro piezas de artillería que asomaban sus bocas formidables por entre los agujeros de la planta baja.

Cuatro o seis compañías de infantería sostenían la entrada, y en el interior se hallaban algunos jefes, personas extrañas a la división y el cirujano doctor Cuenca.

Las piezas del Palomar empezar a hacer fuego sobre una columna que se aproximaba, a las órdenes del heroico jefe oriental coronel Pallejas.

Esta columna traía orden de atacar el Palomar y tomarlo por asalto, en caso que no quisiera rendirse.

El coronel Pallejas era un jefe bravo y denodado y no podía esperarse de él otra cosa que el cumplimiento de las órdenes recibidas.

El coronel Pallejas atacó con su habitual bizarría, y a pesar del rudo fuego con que se le esperó, llegó a formar sus tropas a la entrada del Palomar.

-Si la vista de los gavilanes no impone a los pichones -dijo alegremente-, será preciso imponerlos de otra manera.



Como Pallejas avanzaba haciendo un vivísimo fuego de infantería, al aproximarse al Palomar los artilleros abandonaron las piezas y corrieron en dirección a las habitaciones altas.

-Me parece que todo está perdido- dijo Cuenca, cerrando su valija y guardando entre esta todos sus papeles. Es bueno tomar las medidas necesarias para que en la confusión no se pierda nada.

-Así me parece-respondió el jefe del Palomar-. El enemigo ha ganado la batalla y es inútil la resistencia aquí, cuando allí todo está perdido; voy a capitular.

Y [con] este propósito bajó y envió al coronel Pallejas un ayudante manifestándole que estaban rendidos.

-Nadie hará fuego- añadió-. Puede entrar el señor coronel con la más absoluta confianza.

Pallejas recibió con agrado aquel mensaje que le evitaba hacer mayores destrozos que los ya conocidos.

Hizo adelantar una compañía, que puso a las órdenes de su ayudante, y envió a este para que recogiera las armas del Palomar, mientras él quedaba allí con el resto de las fuerzas, que algún descanso necesitaban.

Aquel ayudante era un joven oriental a quien el coronel Pallejas tenía especial cariño y estimación.

Lo tenía a su lado desde muy niño, y acariciaba la esperanza de sacar de él un soldado de mérito y de brillo, pues su protegido tenía sobresalientes conocimientos.

Así el coronel Pallejas lo envió a desarmar al enemigo rendido y mandó poner entretanto a sus tropas las armas en pabellón.



Apenas el joven ayudante había disminuido el frente de su compañía y entrado [en el] Palomar con la mayor confianza, cuando se sintió una descarga tremenda.

No había tenido tiempo Pallejas de volver de su sorpresa, cuando se siente el trueno de una segunda descarga y su ayudante cae acribillado a balazos.

La infantería del patio hacía fuego de la manera más villana.

Sólo dos de los soldados enviados al desarme estaban de pie: los demás yacían sobre un inmenso charco de sangre.

Pallejas sintió que la cólera le ganaba ante villanía tan cobarde, formó inmediatamente sus tropas y se lanzó sobre el Palomar con una soberbia carga a la bayoneta.

Las infanterías del patio no pudieron resistir el empuje de aquellas tropas y huyeron en todas direcciones arrojando las armas.

Oficiales y soldados penetraron por todas partes, matando y destruyendo para saciar la sed de venganza que los anima [ba].

Y allí en la pieza del centro está de pie, con su valija, el joven poeta Cuenca, mirando espantado aquella carnicería que no se puede explicar.

Cuenca viste el uniforme de los oficiales de Rosas, que es el que corresponde a los cirujanos del ejército, y por tal lo toman aquellos hombres que no se cansan de matar.

Y el joven poeta es acometido a tiros, a bayonetazos y a puñaladas.

Quiere defenderse, opone como coraza su débil y pobre valija.

Pero ¿de qué le puede ella servir contra un grupo de hombre enfurecidos que quieren matarlo a toda costa?

Pronto cae acribillado por toda clase de heridas, en un suelo enrojecido y lleno de cadáveres.

Y aquellos hombres pasan sobre su cuerpo inanimado, no sin haberse antes apoderado de la valija, creyendo que tal vez fuera dinero.

Poco después en el Palomar reinaba el más completo silencio: el silencio de la muerte.



Al otro día el coronel Pallejas recogía de manos de sus soldados la famosa valija, imponiéndose por ella, con profunda pena, que el inspirado poeta había muerto víctima de un error.

Lo habían tomado, sin duda, por un oficial de Rosas.

Y esta valija arrancada a las manos de su cadáver, fue la que sirvió para imprimir el volumen de sus más bellos versos, únicas poesías que de él se conocen.



EL CORONEL MUZLERA

Desde el suceso de Las Flores, del año 74, los que no lo conoce ni tienen idea de sus servicios a la causa de la libertad, han dado en llamar flojo al coronel Liborio Muzlera.

Los que no tienen idea de lo que es un campo de batalla ni el acto más simple del servicio militar, repitieron, sin darse cuenta de lo que decían, que Muzlera era flojo, y por flojo ha ido pasando sin que los mismos que los repetían pudieran darse cuenta del dicho.

¿Cuál era el hecho en que se fundaba este rumor vergonzoso e infamante?

Un suceso muy común en nuestras guerras civiles, suceso de que tantas veces fueron víctimas el general Hornos y el coronel Machado mismo, sin que nadie se atreviera jamás a decir que estos jefes eran flojos.

El coronel Muzlera es enviado a Las Flores, acompañado de guardias nacionales arrebatados a sus hogares, que no tenían ninguna simpatía por la causa que iban a defender.

Aquellos pelotones de hombres mal armados, sin idea de lo que es el servicio, sin organización y forzados por el temor a un castigo duro, fueron a órdenes del jefe que debía sostener al pueblo impidiendo el paso al ejército del noble Rivas, compuesto por fuerzas superiores en número y calidad.

Muzlera, habituado a obedecer y sin preocuparse de lo descabellado de aquella comisión, ocupa Las Flores y empieza a organizar aquella masa de hombres más dispuesta a la huída que a la pelea.

Apenas trata de dividir aquellos hombres por cuerpos, cuando se presenta el enemigo con dos fuertes guerrillas de soldados de línea desplegadas a su frente.

Los reclutas no esperan más y se desbandan en todas direcciones, abandonando al coronel Muzlera.

Este se encuentra solo, abandonado hasta de los compañeros que debían haberlo sostenido; piensa que aún podrá ser útil a su gobierno y se retira para no ser echo prisionero.

Ese es el hecho desnudo por el que se ha calificado de flojo al coronel Muzlera.

Otra cosa muy distinta dicen los antecedentes militares de este jefe, digno de mayor respeto y consideración, y que nosotros queremos diseñar hoy, en cumplimiento de la misión que nos hemos impuesto, haciendo conocer al pueblo sus más leales soldados.



El coronel Muzlera es un salvaje unitario de raza.

Todos los Muzlera lo fueron, regando con su sangre los campos de batalla donde se luchó por la libertad.

Cuando la sociedad argentina se encontraba gimiendo bajo el puñal de la Mazorca, los hermanos Muzlera emigraron y fueron a ofrecer sus servicios y su sangre a la causa de la libertad, bajo las banderas del brillante general Lavalle.

Ambos empezaron a servir en el regimiento Auxiliares de los Andes, que fue la base gloriosa [sobre la] que se organizó el 4 de línea.

En el primer combate recio que tuvo la vanguardia de Lavalle, antes del Quebracho, fueron prisioneros el hermano del coronel Muzlera y un joven Cabanillas, cuya bravura era proverbial.

El comandante Algarañaz, sin ningún miramiento y reducido sólo a la pasión de ensangrentarse, como todos los jefes federales, hace lancear a aquellos dos jóvenes y remitir sus cabezas a Buenos Aires.

Liborio Muzlera, solo desde entonces, con su pesar y su amor a la patria por únicos compañeros, sigue combatiendo bajo las banderas de Lavalle, sin descansar un día, llamando la atención del mismo general por su bravura y actividad pasmosa.

Era él a quien se le confiaban las más difíciles comisiones y el más pesado servicio de vanguardia.

El general Paz, el rígido y puro general Paz, que estimaban en lo que valían sus leales oficiales, vengó más tarde el asesinato de Muzlera y Cabanillas, haciendo juzgar a Algarañaz, que fue pasado por las armas.

Liborio Muzlera, ya bajo las banderas de Lavalle, ya bajo las de Paz, siguió batiéndose contra la tiranía de Rosas.



En el sitio del 52, cuando Buenos Aires, se batía diariamente con la proverbial heroicidad de sus hijos, el mayor Liborio Muzlera, al sur de la ciudad y al frente de cien hombres se batía con las avanzadas enemigas con una bizarría estupenda.

Con su gente a pie o a caballo, descalza o calzada, en grupos o en guerrillas, Muzlera combatía diariamente, siempre rechazando al enemigo y haciéndolo dejar dos, cuatro o más prisioneros.

Él se había hecho la figura más lucida de la plaza, al extremo de que, sabiendo que era imposible que pasase un día sin batirse, los grupos de jóvenes venían a la Concepción a verle pelear de a pie, o cargar sable en mano, o arrollar cuanto se le ponía por delante.

Alegre y sonriente siempre, se le veía de pie y pronto en todos los momentos de angustia, al extremo de que nadie sabía a qué hora descansaba aquel joven extraordinario.

Muzlera no era un jefe de sus subalternos sino en el momento de peligro y cuando era necesario batirse recio.

Entonces se volvía rígido, y batiéndose a la par del más bravo exigía que cada cual cumpliera con su deber de la manera más lúcida que le fuese posible.

Fuera del combate, era el mejor amigo de su oficialidad y de su tropa misma, partiendo con ellos, así como partía el peligro, su único paquete de cigarros y su única cebadura de yerba.

Él no reconocía más jerarquía militar que laque se adquiere por el valor en el campo de batalla; así es que para mostrarse verdadero jefe de los suyos siempre ocupaba el puesto de mayor peligro, tratando de ir siempre adelante del más bravo.

Así Muzlera se conquistó el profundo cariño de sus tropas y el aprecio de cuantos conocían sus virtudes.



Después del sitio del 53, Muzlera ha estado presente en todos los combates hasta Pavón, haciendo siempre una figura digna y respetable, y ganando sus galones uno a uno, con todo género de sacrificios y abnegación.

El general Hornos, que tenía un gran aprecio por las condiciones militares del coronel Muzlera, trataba de tenerlo siempre a su lado, porque, según, decía, era su brazo derecho.

Estando a las órdenes de Hornos el coronel Muzlera, comandante entonces, hizo una hazaña que basta ella sola para hacer la reputación de un jefe.

Antes de la batalla de Santa Rosa, en Entre Ríos, el general Hornos debía hacer un desembarco en Gualeguay, y montar allí las numerosas caballerías que llevaba consigo, embarcadas en los buques dela escuadra.

Pero antes de desembarcar era necesario hacer un reconocimiento, y un reconocimiento sin caballería era imposible, porque aquello estaba lleno de fuerzas de aquella arma.

Hornos, sabiendo que el enemigo tenía reunidos en aquel punto más de seiscientos caballos, llama Muzlera y le dice:

-¿Se anima, comandante, a ir con treinta hombres y tomar esa caballada y traerla para montar la división?

-Yo siempre me animo a cumplir las órdenes que se me den -respondió Muzlera.

-Entonces tome treinta hombres y trate de traer la caballada.

Muzlera elige treinta hombres, llevando cada uno un maneador y un freno, y se dirige al paraje donde estaban las caballadas.

Diez varas antes de llegar a ellas, Muzlera es atacado por una fuerza de cien hombres de caballería que lo acosa de todos modos.

Muzlera hace una especie de cuadro, acepta el combate, que sostiene más de cinco minutos como un verdadero león.

Él mismo se encuentra con el comandante de la fuerza, a quien logra matar después de un reñido choque en el que recibió algunas heridas de poca consideración.

Muerto el jefe y varios soldados, se desbanda el resto de la tropa, no sin dejar en el campo con prisioneros.

Muzlera monta sus dieciocho hombres, pues había tenido dos bajas en la refriega, y se apodera de la caballada, recorre el pueblo juntando más caballada, y dos horas después se presenta a Hornos con más de dos mil caballos, debiéndose a este hecho el triunfo de Santa Rosa.

Durante la guerra del Paraguay, Muzlera combatió diariamente, siempre en la vanguardia, a órdenes del general Hornos, haciendo un rol lucidísimo.

Todo el ejército de Paraguay lo ha visto combatir y ha admirado su valor sereno y aquella pasmosa actividad.

Y si esto es ser flojo, ¡vive Dios!, que queremos serlo nosotros mismos.

Modesto y exageradamente humilde, el coronel Muzlera, que tenía en su foja de servicios su mejor justificativo, no ha querido hacer uso nunca de ella, dejando el campo libre a los que hablaban, ya que la prensa oficial lo abandonó con cobardía al encono de sus adversarios políticos.

Es que el coronel Muzlera no se ha ocupado nunca de sí mismo; ha cumplido su deber de soldados y de patriota, contentándose con la satisfacción del deber cumplido.

Muzlera fue hecho coronel en los campos del Paraguay, y nunca ascendió por antigüedad, sino por méritos y servicios.



EL PASO DE CUEBAS

Era el 25 de Mayo la nave capitana de la escuadra argentina, que montaban aquellos dos lobos de mar, el coronel Murature y el comandante Pi.

El 25 de Mayo era un canasto miserable que amenazaba irse a pique todos los días.

Pero a su bordo iba Murature, y él solo, ¡qué diablo!, valía por lo menos, tanto como la cañonera.

La oficialidad del 25 de Mayo era digna oficialidad de aquellos jefes.

Allí estaba el teniente Obligado, que mandaba las cuatro piezas de popa, el teniente Montea, que mandaba las dos piezas de 24 del centro, el teniente Lawry la de 32 de proa, y el teniente Correa las dos colisas del castillete de proa.

Allí estaban también el noble Pepe Murature, como capitán de mar, el teniente Carlos Arzac y los guarda marinas Pi y Ferrer hijo el primero del segundo comandante del 25 de Mayo.

También estaba Urtubey y tal vez algún otro oficial que no recordamos en este momento.

Tal era la oficialidad del bravo 25 de Mayo, aquel día memorable del Paso de Cuebas.

Éste era una especie de herradura donde se habían fortificado los paraguayos, y que era necesario pasar, cuyo objeto se mandó la primera división naval que mandaba el comodoro Barros, compuesta del Amazonas, la Paranahiba, el 25 de Mayo y tres o cuatro naves más poderosas.

Esta división debía pasar por Cuebas, precisamente para cortar la comunicación del ejército paraguayo, que de aquel paso estaba posesionado.

La escuadra marchó sin el menor inconveniente hasta llegar casi al frente del peligroso paso.



Antes de llegar la división frente a la herradura, se desprendieron cinco o seis canoas que pedían auxilio.

Eran paraguayos que hacían toda clase de señas para que se les escuchara.

El comodoro Barros mandó hacer alto a la división para recoger aquellos pasados, e informarse de lo que sucedía en tierra.

Según ellos dijeron, era pasados, que querían subir a bordo de los buques con sus familias.

El comodoro dio orden de que fueran alojados, pero resultó que estos querían ir a buscar a sus familias que estaban en tierra, porque no querían dejarlas entre los paraguayos.

Y como llamaban y exigían aquel amparo en nombre de la humanidad, el comodoro mandó formar los buques en línea de batalla y esperar el regreso de las canoas, aumentadas con muchas más, según dijeron.

La noche había cerrado, y como durante el día no se habían visto cañones ni nada que acusase una fortificación seria, la división naval se creyó al abrigo de todo contratiempo.

Pasó la noche y empezó el día, notándose con sorpresa que en la herradura que formaba el paso de Cuebas habían aparecido cuarenta cañones, sostenidos por una columna de seis mil hombres, más o menos.

Todo había sido una treta de los paraguayos para detener la escuadra durante la noche y preparar lo necesario para evitarles el paso al siguiente día.

Se reunieron los jefes más caracterizados en consejo para resolver lo que había de hacerse, siendo dos las opiniones que prevalecieran, adoptándose en el orden siguiente:



En caso que hubiera agua bastante, la escuadra se dividiría en tres grupos: uno aguas arriba, que tomaría la punta de la herradura del otro lado; otro que se situaría aguas abajo, en la otra punta, y cruzando los fuegos con el primero; y el tercer grupo que atacaría por el frente.

Una vez que apagaran los fuegos de las baterías se acercarían a tierra, desembarcando las tropas, para tomar el punto.

Pero para practicar esta operación, era necesario que hubiera por lo menos diez pies de agua.

En caso de no haber agua, lo mejor era pasar el paso a toda fuerza de máquina, y seguir aguas arriba hasta ponerse fuera de tiro.

La Paranahiba fue comisionada para ir a sondear el río y hacer desde el punto indeciso la señal de si había o no agua suficiente.

La valiente cañonera deslizó su elegante quilla sobre las aguas, y bajo una lluvia de metrallas y cohetes a la Congreve, practicó el sondaje del río.

No había el agua necesaria, y su bravo comandante hizo la señal convenida.

El primer plan quedaba sin ejecución por falta de agua, y no había más remedio que adoptar el segundo.

La Paranahiba regresó bajo un infierno de fuego y balas de todo calibre, y se hizo formar la división para cruzar por delante de la fortaleza, uno tras otro, y a toda fuerza de máquina.

La marcha se rompió por fin, y la división empezó a desfilar por delante de aquel tremendo volcán en erupción, que vomitaba cientos de metrallas.



No se veía sobrecubierta más que el baqueano y un oficial de guardia, pues la orden que se había dado era que todo el mundo estuviese bajo cubierta.

En el 25 de Mayo sucedía lo contrario: los 175 hombres que lo tripulaban estaban allí sobre cubierta, ocupando su puesto, según lo había ordenado el coronel Murature.

Sólo el médico y el boticario estaban abajo, aumentados con un sargento, cuya consigna era no permitir que ninguno bajara.

Al entrar bajo los fuegos de la fortificación, Murature hizo responder con las colisas de proa, y se fue al timón.

-¡Comandante Pi! -gritó-. ¿No le parece que pongamos el buque a media fuerza para responder el fuego?

-Iba a pedir permiso a vuestra señoría para hacerlo -contestó el otro lobo, y mandó-: ¡A media fuerza!

Las metrallas llovían sobre la cubierta, y el teniente Urtubey había recibido una herida que le inutilizó las dos piernas.

Carlos Arzac ocupó el puesto de Urtubey, mientras este era conducido abajo para ser curado.

-Cuarto de fuerza y ¡viva Buenos Aires! -gritó Murature, al tiempo que una metralla hacía volar por el aire el cuerpo de un timonel. Y aquella tripulación valerosa empezó a hacer prodigios.

Una granada que estalló a los pies de Montea, le llevó los dos artilleros que tenía a los costados, quedando él milagrosamente ileso, mientras el teniente Obligado hacía saltar de un tiro la bandera paraguaya que flameaba sobre la fortaleza.

El entusiasmo a bordo era indescriptible.

Pepe Murature ayudaba al coronel en el timón, porque el otro timón acababa de saltar hecho pedazos.



Las baterías de tierra erandos: una colocada en la herradura, casi a flor de agua, y la otra, la más poderosa, sobre la barranca.

Era necesario ponerse al abrigo de esta última, porque sus disparos habían ya roto un tambor y arrancado un pedazo de la borda.

-Para estar al abrigo de esta batería, es preciso acercarse a tierra -gritó Murature, y empezó a recostarse en aquella dirección, de tal manera, que los prácticos temieron fuera a varar. El fuego de fusilería era verdaderamente enloquecedor.

-¡Coronel! -gritó entonces Pi-. Qué le parece a usted ¿para la máquina un poco, para ver las averías que tenemos?

Aquellos dos hombres eran verdaderamente rivales en bravura y en heroicidad.

-¡Alto la máquina! -gritó entonces Murature, y el 25 de Mayo paró de golpe, como si hubiera varado.

En aquel momento el guardiamarina Pi recibió un metrallazo en el cuadril, y su compañero Ferrer saltaba partido por un cohete ala Congreve.

El comandante Pi mandó llevar a su hijo abajo, para que se le curara, y con los ojos nublados siguió apuntando él mismo una de las piezas de babor.

Era aquél un león en todo el sentido de la palabra, pero un león que acallaba las heridas del alma para seguir combatiendo.

Sobre la cubierta del 25 de Mayo se habían producido 31 bajas.

Aquél era el colmo de la heroicidad.

Las naves brasileras que vieron parado así el 25 de Mayo, aunque respondió al fuego, creyeron que estaba allí a consecuencia de las averías sufridas, y se envió nuevamente a la Paranahiba, para que lo remolcase y lo sacase de allí.

-No es necesario -respondió el coronel Murature, con una sonrisa de suprema felicidad-; todavía el buque obedece al timón y flamea sobre sus mástiles la bandera argentina y la insignia del almirante.

Y poniendo su buque a media fuerza, regresó a reunirse con el resto de la escuadra, satisfecho de la nueva gloria que orlaba a la bandera azul y blanca.

Sólo el corazón del bravo comandante Pi quedaba de luto.

Sobre la cubierta del 25 de Mayo habían caído unas treinta y dos granadas, veinte metralletas, dos cohetes a la Congreve y unas tres balas de fusil.

Y el 25 de Mayo se incorporó a la escuadra, ocupando alegremente su puesto.

Este fue el glorioso episodio del Paso de Cuebas, que todos conocían, pero no con tanta exactitud.



ALEJANDRO MURATURE

Con toda la inocencia de un niño, era un hombre capaz de afrontar las situaciones más difíciles de la vida.

En aquella alma bondadosa y brava, verdadera alma de marino, no cabía nada pequeño, nada mezquino.

Allí no se anidaba sino lo noble y lo grande, en todas sus manifestaciones poderosas.

Aquel bello gigante sonreía con todo el candor de un niño y el soberbio semblante destacado de la magnífica barba rubia y crespa, era el reflejo más exacto de la bondad suprema de su corazón magnánimo.

Alejandro Murature era una justa esperanza de la patria y la felicidad de su hogar, que parecía de animarse al sonido de su voz melodiosa y abaritonada.

Puro como una niña, su pecho viril y generoso sabía siempre disculpar los errores y las miserias ajenas, teniendo siempre una palabra de perdón para responder a la ofensa.

Educado en una atmósfera de libertad, el había bebido e infiltrado en su corazón las ideas sanas de libertad y principios rígidos, que fueron siempre el norte de sus padres.

Su juventud se desarrolló durante la tiranía de Rosas, en épocas que el viejo Murature, el glorioso viejo Murature, había puesto su sangre y su fortuna al servicio de la causa unitaria.

Así Alejandro, con el ejemplo de su heroico padre, incrustó en su corazón y su sangre aquellas ideas liberales a [las] que sirvió hasta su muerte, y aquel sagrado amor a Buenos Aires que lo llevó a la tumba.

Destinado a la mar, Alejandro hizo su aprendizaje desde grumete en los barcos que hacían la travesía a Europa, de modo que de muy joven aún, era un marino de primera fuerza.

Conocía su arte a la perfección y hablaba el francés y el italiano como su idioma patrio.

Alejandro Murature había mandado ya buques de la marina mercante como capitán, cuando el Gobierno de Buenos Aires lo llamó al servicio de la Armada, con el grado de capitán de la marina de Buenos Aires, marina que ilustró con tantos hechos heroicos que referiremos más adelante, el coronel Murature, su padre.

Estos son los rasgos prominentes de aquel carácter que hemos querido diseñar, al referir la tragedia de la muerte inesperada que le arrebató de pronto a la patria y a la familia.


Durante los sucesos de Cepeda, el gobierno del doctor Alsina llamó al servicio a padre e hijo, dando al primero el mando de la escuadra, y al segundo el comando del vapor Buenos Aires, de que era jefe el teniente Norris.

Doña Luisa, cuya vida es también es una mezcla de heroicidades y desventuras, miró con dolor la partida de aquellos dos pedazos de su corazón.

Pero, ¿qué iba a hacer? La Patria necesitaba el esfuerzo de sus hijos más leales, y los Murature eran la vida de la escuadra de Buenos Aires.

El coronel Murature, a bordo del Pintos, y Alejandro en el Buenos Aires, marcharon con rumbo al Paraná, en cuyo puerto debía situarse para mantener libre la comunicación con Buenos Aires. Al pasar por el Rosario, la escuadra y las baterías de Urquiza hicieron sobre los dos buques un fuego infernal de artillería y fusilería.
El coronel Murature, de pie sobre la cubierta y los brazos cruzados sobre el pecho, miraba el fuego y las balas que picaban sobre el Pintos y el Buenos Aires, con aquella sonrisa de bondad suprema que le era característica.

El capitán Murature, también de pie sobre la cubierta de su buque, manda pedir permiso al almirante para contestar con fuego.

-Déjalos no más -contesta el noble marino-, son hermanos los que te hacen fuego; no hagas hablar tus cañones.

Y los dos, serenos, los dos magníficos y de pie sobre la cubierta de sus buques, pasaron el Rosario y fueron a fondear al Paraná, un par de cuadras uno de otro.

A bordo del Pintos iba una compañía del 2de línea, compuesta de veinticinco hombres, a órdenes del sargento Ortega.

Estos veinticinco hombres eran otros tantos ladrones y asesinos sacados de la cárcel para remontar el ejército que es hasta hoy una pena de galeotes.

Esta fuerza estaba descontenta con el comandante y el comisario del Pintos, que economizaban sus raciones y los tenían con hambre.

Entonces como hoy, se hacía negocio entre algunos proveedores y comisarios, con perjuicio de la tropa, que era la directamente perjudicada.

Desde que el coronel Murature pisó la cubierta del Pintos el sargento Ortega pidió permiso para hablar con él, pero calculando lo que podía decirle, le negaron el permiso cuantas veces lo pidió.

-No importa -dijo el sargento, y aquel día empezó a trabajar a la tropa para sublevarla y matar al capitán y al comisario, que ya no podía soportar vida tan miserable.

Hecho el trabajo entre la tropa, ya el sargento Ortega no esperó más que el momento oportuno para hacer estallar el motín, y el momento deseado no tardó en venir.


Alejandro Murature había venido a bordo del Pintos a comer con su padre querido y consultarle algunas medidas que pensaba adoptar a bordo del Buenos Aires.

Mientras comían, empezó a llover de una manera copiosa, y el coronel Murature rogó a su hijo que se quedara a dormir en el Pintos y mandara un guardiamarina a llevar sus órdenes al Buenos Aires.

-Están dadas antes de venir -respondió Alejandro-, me quedaré.

Y se preparó a dormir en la cámara del viejo.

El subteniente Carreras estaba de servicio hasta las cuatro de la mañana, hora en que debía ser revelado por el subteniente Jorge.

Después de comer, el almirante ordenó que a la mañana siguiente se hiciera ejercicio, a cuyo efecto debía hallarse la compañía formada sobre cubierta, con todo pronto.

El momento no podía ser más oportuno para la venganza del sargento Ortega.

Cuando todos se retiraron a dormir, habló a su tropa, previniéndola que en cuanto les entregaran los cartuchos y fusiles para el ejercicio, se apoderarían de la cubierta del Pintos y matarían al comandante y al comisario, atando a los Murature si querían oponerse.

A las cuatro de la mañana entregaban al piquete sus fusiles y dos paquetes por hombre, para hacer el ejercicio, retirándose de la cubierta el subteniente Carreras para despertar a Jorge, que debía revelarlo.

Todo dormía a bordo del Pintos y del Buenos Aires.

Ortega habló a sus hombres y se apoderó de la cubierta del buque, donde no había más que el marinero de guardia, y distribuyó su gente de manera a dominar todas las escotillas, con los fusiles apuntando a la entrada.


Cuando llegó Jorge, el sargento le apuntó con su fusil mandándolo volver abajo.

Vino Carreras en su auxilio, pero entonces no fue uno, sino diez fusiles los que les apuntaron.

Los oficiales fueron a dar cuenta de lo que sucedía, mientras sobre cubierta se pedía la cabeza del capitán Susini.

Alejandro Murature fue el primero que estuvo en pie al saber lo que pasaba, y subió a sofocar el motín antes que despertara su padre y fuese a venir al peligro.

Alejandro asomó por la escotilla, y antes que Ortega pudiera hablar, estuvo sobre cubierta mandando bajar las armas.

-¡Abajo! ¡Capitán Murature! -gritó Ortega-. No es con usted ni con su padre, queremos matar al capitán y al comisario.

-¡Abajo las armas! -gritó Alejandro con una energía suprema, y levantó su sable.

Diez fusiles se apuntaron sobre su pecho.

Alejandro desvió el fusil del soldado que tenía más cerca, y tomándolo de la cintura, con sus brazos de Hércules, lo arrojó al agua.

Fue a hacer lo mismo con Ortega, y sonó una descarga terrible; todos los soldados habían hecho fuego, y Alejandro, el noble Alejandro, cae sobre cubierta acribillado a balazos.

En aquel momento salía el coronel Murature y se presentaba sobre cubierta con un hacha de abordaje en la mano.

Siente la descarga, ve rodar a su querido Alejandro, a aquel hijo que amaba con toda su alma, y levanta su hacha descargándola sobre el soldado que tiene más cerca.

Los soldados se ven perdidos, el león no les perdonará la muerte del hijo y apuntan al coronel Murature.

Quiere éste avanzar blandiendo su hacha, pero resbala sobre la sangre generosa de su hijo, y cae sobre su cadáver, al mismo tiempo que suena la segunda descarga.

El coronel Murature, herido en el costado y en la cabeza, se ve prontamente oprimido y atado sobre el cadáver del hijo amado.

Tremendo momento, aun para un espíritu del temple heroico de aquél.

El alférez Jorge es herido también, y los sublevados se hacen dueños del buque, hacen señas a tierra y entregan al Gobierno de Urquiza al almirante, al cadáver del hijo y al Pintos.

El Buenos Aires había sentido los tiros y el tumulto, y sin saber lo que sucedía al Pintos, corta amarras y se viene aguas abajo con la noticia de que los Murature se habían vendido y pasado al enemigo.

Horrible fue el efecto de aquella noticia en Buenos Aires.

-Es mentira -decía el gobernador Alsina-; no hay dinero para pagar al coronel Murature.

Doña Luisa, indignada de una manera imponente, se había trasladado a la casa de Gobierno, porque el doctor Vélez daba crédito a la noticia.

-Habrá muerto Alejandro -sollozaba la noble dama, temblorosa de indignación-, habrán despedazado a Murature, habrá volado el Pintos, pero los Murature no se pasan, y el que tal diga es un miserable calumniador.

Dos días después llegaban a Buenos Aires los terribles detalles que hemos apuntado.

Los Murature habían crecido ante la admiración de la patria.



EL CORONEL MORALES

Pocos hombres tan patriotas y dignos como el coronel José María Morales.

Amó a su patria sobre todas las cosas, y allí donde se luchó por la libertad y los principios, estuvo siempre a ofrecer el contingente de su sangre generosa, para sostener el imperio de las leyes.

Él, en el sitio de Montevideo; él, en el sitio de Buenos Aires; él, en Cepeda, en Pavón, en el Paraguay y en el Puente de Barracas, con una heroicidad rara y una fuerza de voluntad asombrosa, acompañó y condujo a sus tropas, y siempre bajo las banderas de Buenos Aires, fue un modelo de virtud cívica y militar.

El coronel Morales es un raro ejemplo del soldado de la libertad.

Jamás ha claudicado un átomo en sus ideas, ni ha abandonado un momento el partido político en cuyas filas hizo el primer disparo y recibió la primera herida.

Valiente y sereno, ha acudido al peligro a ocupar el puesto que se le señalaba, y pasado el momento amargo, ha regresado a su casa, a ese hogar que ha formado el coronel Morales con el austero ejemplo de su vida, sin desear más recompensa que la sonrisa de su esposa y sus hijos.

Ellos lo amaban sobre todas las cosas, y sus aspiraciones quedaban llenas con esto, puesto que ya tenía la conciencia del deber cumplido.

El 20 de junio, un jefe que desconocía las condiciones del coronel Morales, quiso ponerlo a órdenes subalternas, a lo que no halló, por parte del noble Morales, la menor objeción.

-En todas partes se puede servir a la patria -pensó-; a la cabeza de los soldados, o uno de tantos entre sus filas.

Y marchó al Puente de Barracas con los batallones Mitre y Sosa, cuando el coronel Lavalle [llevaba] su ataque más impetuoso.

Y aquellos dos batallones que había formado en quince días, combatieron de una manera heroica, rechazando a un enemigo bravo y diez veces más poderoso.

Éste es el coronel José María Morales.


Morales era senador por la provincia de Buenos aires, cuando el senado quiso elevar al rango de generales a los coroneles que habían luchado por la integridad de la Provincia madre y por la libertad electoral de la República entera.

Contra la opinión del doctor Lastra y los más ilustrados senadores, el coronel Morales combatió el proyecto que iba a elevarlo al rango de general, sosteniendo que el Senado no podía hacer la promoción, y que los sacrificios hechos no merecían tan grande recompensa.

El Senado, débil y cobarde hasta cierto punto, dejó prevalecer la delicada opinión de Morales, y éste, como Arias, como Lagos, como los que habían sido el alma de la defensa heroica, no fueron promovidos a generales de la Provincia de Buenos Aires, por la que acababan de jugar hasta el pan de sus hijos.

El coronel Morales ganó su hogar, como siempre, descansó de todas sus fatigas, y buscó con verdadero ahínco y grandeza del alma el sustento de los suyos.

Éste es el ciudadano José María Morales.

El coronel Morales es el heredero de la gloriosa tradición del antiguo batallón de Patricios, que se cubrió de gloria imperecedera, desde los combates de 1806 y 1807.

Los negros y mulatos cuya sangre se ha mezclado a la nuestra en todas las batallas por la libertad, formaron el antiguo batallón de Patricios, donde sirvió el mismo padre de Morales, formando más tarde aquel batallón de leones que mandaba el heroico coronel Sosa, en cuyas filas gloriosas hizo su aprendizaje el coronel Morales.

Allí se formó luchando siempre y ascendiendo desde soldado hasta que llegó a reemplazar a Sosa.

Morales asistió a Cepeda, y su batallón cargó a la bayoneta conducido por el mismo general Mitre.

Y es el mismo general Mitre quien nos ha dicho que aquella carga fue brillantísima, y es de su boca misma que hemos escuchado esta opinión, que transmitimos complacidos al viejo soldado.

-El coronel Morales -nos dijo- es uno de los jefes más beneméritos y que más han servido a la patria. Él se bate por la libertad desde criatura, y en la última guerra del Paraguay fue de los primeros en marchar y de los últimos en retirarse.


Morales combatió, efectivamente, en la guerra del Paraguay, tomando parte en todos los combates, desde el primero hasta el último.

Los batallones a él confiados fueron siempre de la heroica y brillante guardia nacional de Buenos Aires, la misma de Pavón, del Paraguay, del Puente Barracas y del 21 de junio.

Y siempre fue ella la misma, bajo cuyo esfuerzo gigante se cubrieron de gloria las banderas de Buenos Aires.

Y a pesar de todos estos servicios tan largos y útiles a las libertades patrias, hemos sabido con asombro que Morales no es coronel del ejército de línea, sin duda porque jamás se acercó al poderoso a pedir la recompensa de sus sacrificios. Concluida cada campaña, Morales se ha retirado siempre al hogar, el pan de sus hijos lo ha buscado de todos modos, lo mismo trabajando de hojalatero, que ocupando una banca en la Legislatura de Buenos Aires, durante tres épocas diversas.

En la vida militar, como en la civil y en la privada, el coronel Morales ha sido un modelo de virtudes, honrado y caballero hasta la exageración.

Él ha ocupado puestos públicos en los que ha podido lucrar, y sus amigos levantan hoy una suscripción para aliviar las amarguras materiales de una vida consagrada al bien y a la patria.

Si los gobiernos han olvidado sus servicios, ellos están grabados en el corazón del pueblo, que lo ama y lo respeta.

Su nombre y sus virtudes serán un ejemplo para los que vienen detrás.



EL CORONEL MANUEL ROSSETI

Pocos, muy pocos jefes de las condiciones morales e intelectuales del coronel Rosseti [hay] en el ejército argentino.

Táctico profundo, carácter noble y corazón valiente, el coronel Rosseti estaba llamado a ser uno de nuestros generales más lúcidos: tal vez el más lúcido de todos.

El coronel Rosseti era un caballero en toda la extensión de la palabra; pertenecía a la escuela de los Borges, los Lagos, los Arias, que no han tenido más norte ni más guía que el cumplimiento del deber, con toda la brillantez posible.

Bueno y generoso, en aquellos tiempos en que el soldado era tratado con un rigor inhumano, jamás su espalda se levantó contra el subalterno.

Suave y breve se imponía por la superioridad de su personalidad moral, que se levantaba a un nivel poco común.

El soldado hallaba en él siempre un amigo, pero a un soldado magnánimo, que se daba cuenta de las flaquezas humanas y disculpaba aquellas debilidades tan frecuentes en el soldado, para quien rara vez hay compasión y justicia.

Rosseti nunca trataba de ir más allá de las órdenes recibidas, pero jamás dejaba lo más mínimo que desear en su cumplimiento.

Lo mismo marchaba impasible sobre el enemigo, sin mirar su número ni sus ventajas, que se mantenía en su puesto sin preocuparse de la cantidad de balas que pudieran llover sobre él.

En el fuego a pie firme, o en las retiradas al paso y dando frente al enemigo, Rosseti era un oficial inglés: impasible, impasible y sereno, no hubiera cedido un ápice, ni hubiera acelerado su paso, si para ello no recibía una orden terminante.

En el ataque era impetuoso y bravío, pero siempre dentro del límite de las órdenes recibidas: entonces dejaba de ser soldado inglés, para ser soldado argentino.

Su tipo físico era atrayente y fuertemente simpático.

Su fisonomía de águila expresaba toda su inteligencia y toda la hidalguía de su espíritu.

Y allá, en el fondo de su mirada dulce y mansa, brillaba toda la bondad de su carácter caballeresco.

Era un buen mozo en toda la extensión de la palabra, que, vestido a estricto rigor de ordenanza, como andaba siempre, tenía todo el exterior de un oficial francés.

Rosseti tenía pasión, verdadera pasión, por la carrera militar, al extremo de renunciar por ella a un enlace ventajoso.



De novio con una de las niñas más bellas y distinguidas de la sociedad de Córdoba, el coronel Rosseti miraba aquel enlace como la suprema felicidad de su vida.

Amaba inmensamente a su joven prometida, con todo el reposo y convicción de que era susceptible.

Rosseti, que no había economizado sacrificio pro brillar en su carrera, conquistando todos sus ascensos por el esfuerzo de su espada, ofrecía a su novia, como uno de sus mejores presentes, su foja de servicios, bella y gloriosa.

Pero en los últimos días y cuando se hacían los últimos preparativos, la novia y la familia exigieron de Rosseti un sacrificio que este no se sentía con fuerzas bastantes para consumar: el abandono de su carrera.

Para casarse, necesitaba pedir su baja y completa separación del cuerpo donde se había formado y crecido, y del ejército mismo.

Rosseti miró a su corazón y no se sintió con fuerzas para el sacrificio: sofocó en él el amor inmenso que atesoraba y marchó al Paraguay.

Hace muy pocos días que narramos el interesante episodio de su muerte.

El cariño de sus soldados por aquel jefe excepcional, está pintado en dos hecho elocuentes.

Cuando se declaró la guerra del Paraguay, Rosseti estaba en la frontera oeste, con el batallón de su mando el 1 de línea, donde recibió orden de ponerse en marcha inmediatamente.

Rosseti montó a caballo su batallón y a trote y a galope se vino hasta Mercedes, que era la última estación del ferrocarril, donde llegó con sus trescientas veinte plazas; no había desertado ni un solo soldado.

Algunos que andaban con licencia en el Azul, al saber que el cuerpo marchaba, vinieron inmediatamente a buscar su incorporación.

Cuando cayó herido de muerte al pie de las trincheras de Curupaytí, sus soldados lo alzaron en una manta para sacarlo del campo de batalla.

Dos veces las balas y cohetes a la Congreve dieron muerte a los soldados que llevaban la manta. Pero otros ocuparon el puesto inmediatamente, hasta sacarlo del campo de batalla.

Y se hubieran renovado abnegadamente en el cumplimiento de aquel deber último, hasta haber parecido todos, antes que abandonar el cuerpo exámine del jefe querido.



El coronel Rosseti empezó a servir en el 1 de línea desde 1852, durante el sitio.

Hizo todas las campañas contra los indios que se hincaron más tarde; campañas penosas, en que se puso a prueba verdaderamente la constancia y valor de nuestros batallones.

En seguida marchó a Cepeda y Pavón, siendo el 1 de infantería uno de los cuerpos que hizo mejor figura, lo que es mucho decir, sobre todo en esta última batalla en que los esfuerzos bizarros de la Guardia Nacional de Buenos Aires llegaron a oscurecer a la misma tropa de línea, que se batía de una manera heroica.

Siempre en servicio activo, Rosseti no había sufrido un solo arresto en su penosa vida oficial, ni había recibido una sola amonestación de sus superiores.

Sin embargo hasta Pavón no tuvo ocasión de lucirse ni de hacer una figura sobresaliente.

Era necesaria una guerra como la del Paraguay para que el espíritu del aquel hombre extraordinario se desenvolviera y se presentara a su verdadero nivel.

Sus mismos compañeros de armas iban a sorprenderse, porque no tenían idea de lo que era el coronel Rosseti.

Los episodios brillantes empezaron entonces a repetirse en cada combate, en cada batalla, llenando de asombro a todo el ejército.

Tres episodios de estos se han hecho generales en todo el ejército, siendo uno de ellos el asalto de Corrientes.

Allí, por orden de su jefe, el 1 de línea saltó a tierra sin disparar un solo tiro, y a pesar de la granizada de balas que recibía, avanzó impasiblemente a la bayoneta, arrollando y barriendo cuanto se oponía a su paso.

Aquella marcha a la bayoneta fue la admiración de todos.

En el campamento de Tuyucué había un montecito que separaba a los dos ejércitos.

Esta especie de campo neutral donde ambos colocaban sus guardias, era el teatro de un combate diario entre las avanzadas de varios ejércitos.

Allí se turnaban centinelas de uno y otro, y en cada combate de aquellos se perdía un buen número de soldados, que al fin de la semana sumaban una cantidad dura.

Una mañana el general Rivas hizo presente al general Mitre que era preciso ocupar aquel montecito, aunque fuera necesario hacer un sacrificio que ahorrara los que se hacían estéril y diariamente.

Autorizado por el general Mitre, Rivas envió a Rosseti con el 1 de línea.

-Ocúpelo y permanezca allí -fue la orden que le dio.

Rosseti marchó, y a vista del ejército empezó a tirotearse con los paraguayos.

Estos mandaron refuerzos, y el 1 de línea se vio pronto envuelto por una gruesa columna de infantería.

Rosseti peleaba como un héroe, pero el enemigo era diez veces superior, y el 1 veía caer sus mejores plazas.

El general Rivas mandó entonces ordenar a Rosseti que se retirase al paso.

Pero el enemigo lo acosaba por todas partes y las compañías, desorganizadas, se reiteraban en completo desorden, lo que desesperaba al coronel Rosseti.

El general Rivas tuvo una corazonada del momento, y mandó ordenar a Rosseti que cargara y ocupara la posición.

Asimismo, con el batallón en desorganización completa, Rosseti lo hizo cargar a la bayoneta, arrolló al enemigo triunfante y ocupó el montecito.

Aquel hecho heroico arrancó un ¡bravo! Unánime a todo el ejército.



En el Boquerón, hubo un episodio más lucido todavía.

El coronel Rosseti peleaba con un número superior de fuerzas.

Extenuado y rendido, con sus filas diezmadas, el 1 empezó a ceder, se hizo un pelotón, y se negó a obedecer la voz del jefe.

Este, entonces, arrancándose las presillas se puso delante de la tropa, y arrojándoselas a la cara les gritó:

-¡Cobardes; ahí están las presillas que he ganado en el primero de línea! ¡Paso, cobardes, para morir solo!

El batallón reacciono, dio media vuelta y aquel fue el día que combatió con más lucidez.

Desde Corrientes hasta Curupaytí, en que cayó heroicamente, Rosseti asistió a todos los combates y a todas las batallas, sin haber pasado una sola vez parte de enfermo.

¡Paso y honor, pues, a la memoria del heroico coronel Rosseti!



AMOR DE LEONA

Nada más espléndido que aquella noche de luna en que el aire apenas movía las hojas de sierra de las cortaderas.

Aquel pequeños destacamento compuesto de quince hombres marchaba tranquilamente a relevar la guarnición del fortín Vanguardia.

En el destacamento iba el cabo Ledesma, acompañado como siempre de su anciana madre, el sargento 1º Carmen Ledesma, que no lo desamparaba un momento.

Mama Carmen, como se la llamaba en el regimiento 2, no tenía sobre la tierra más vínculo que el cabo Ledesma, su último hijo vivo, y en él había reconcentrado el amor de los otros quince, muertos todos en las filas del regimiento.

Y era curioso ver cómo aquel gigante de ébano respetaba a mama Carmen, en su doble autoridad de madre y de sargento.

En sus momentos de mayor irritación y cuanto era difícil contenerlo, un solo grito del Sargento Carmen lo hacía humillar como una criatura.

Aquellos dos seres se amaban con idolatría profunda: ella dividía su vida entre el servicio y el hijo, y él no tenía mayor encanto que las horas tranquilas que pasaba en el toldo de la madre.



En aquella marcha, como siempre, el sargento iba al lado del cabo Ledesma, acariciándolo y alcanzándole un mate que cebaba de a caballo, a cuyo efecto no saltaba nunca al mancarrón sin llevar la pava de agua caliente.

Todo estaba tranquilo y el piquete marchaba fiado en aquella tranquilidad del campo que indicaba no haber gente en las cercanías.

Al bajar un médano de los muchos que hay por aquellos parajes, se sintió un inmenso alarido, y el piquete se vio envuelto por un grupo de más de cien indios, que sin dar tiempo a nada cargaron sobre los soldados con salvaje brío.

Acababan de caer en una emboscada hábilmente tendida.

Soldados viejos y aguerridos, pronto volvieron del primer asombro, y bajo las puntas de las lanzas que evitaban como podían, obedecieron la voz del oficial, que les mandaba echar pie a tierra y cargar las carabinas.

El momento era solemne; casi todos los soldados habían sido heridos más o menos levemente, cuando sonaron los primeros tiros.

El piquete había formado un grupo compacto en disposición de poder atender a todos lados, y hacían un fuego graneado que algo contuvo en el principio a los indios. Pero comprendiendo que esto era su pérdida irremisible, mientras más tiempo se sostuvieran los soldados, cargaron con terrible violencia.

Un grito inmenso se escuchó a la derecha del grupo, grito terriblemente conmovedor que acusaba la desesperación de que lo había dado.

Era mama Carmen, a cuyo lado acababan de dar dos lanzazos de muerte a su hijo Ángel.

La negra arrancó a su hijo el cuchillo de la cintura, y como una leona saltó sobre los indios, a uno de los cuales había agarrado la lanza.

Este desató de su cintura las boleadoras y cargó sobre la negra, a golpe seguro.



Aquella lucha fue corta y tremenda.

La negra, huyendo la cabeza a la bola del indio, se había resbalado por la lanza hasta tenerlo al alcance de la mano.

Entonces le había soltado al cuello, sin darle tiempo a usar de la bola.

El salvaje se había abrazado de la negra y había soltado lanza y bolas, para buscar en la cintura el cuchillo, arma más positiva para el momento apurado de la lucha cuerpo a cuerpo.



Se puede decir que indios y cristianos dejaron de luchar un momento, embargados por aquel espectáculo tremendo.

Indio y negra, formando un solo cuerpo que se debatía en contorsiones desesperadas, habían rodado al suelo.

Ambos se buscaban el corazón.

A los pocos segundo se escuchó algo como un rugido y se vio a la negra desprenderse del grupo y ponerse en pie, mientras el indio quedaba en el suelo, perfectamente inmóvil: el puñal de la negra le había partido el corazón.

Mama Carmen volvió al lado del cabo Ledesma, que agonizaba.

El fuego continúo unos minutos más, causando a los indios algunas bajas, que los hicieron retirarse abandonando la empresa de cautivar al piquete.

Toda persecución era imposible, pues el piquete tenía cuatro heridos graves, y el cabo Ledesma, que expiró pocos minutos después sobre el regazo de mama Carmen.

La pobre negra miró a su hijo con un amor infinito, le cerró los ojos y sin decir una palabra lo acomodó sobre el caballo, ayudada por dos soldados.

En seguida, y siempre en su terrible silencio, se acercó al indio que ella había muerto y con tranquilidad aparente le cortó la cabeza, que ató a la cola del caballo donde estaba atravesado su hijo.

E incorporándose al piquete, regresó al campamento con su triste carga y su sangriento trofeo.



A la siguiente noche y a la derecha del campamento, se veían una mujer que, sable al hombro, paseaba en un espacio de dos varas cuadradas.

Era el sargento Carmen Ledesma, que hacía la guardia de honor al cabo Ángel Ledesma, enterrado allí.



MAÑANITA

Mañanita era el soldado más alegre del regimiento 1 de caballería.

El más desastrado de todos, no tenía pena ni gloria, como vulgarmente dicen las señoras.

Siempre sucio, siempre en la mala, venía a ser el trapo donde todos se limpiaban las manos, o mejor dicho, el quitarrabias de todos.

Mañanita había perdido su nombre en el regimiento.

Por Mañanita se lo conocía, como Mañanita hacía el servicio y como Mañanita revistaba en los pagos.

Y este sobrenombre le venía de que, desde que se levantaba hasta que se quedaba dormido contra cualquier tronco de árbol, se lo [pasaba] cantando unas canciones entrerrianas que se llamaban mañanitas.

Mañanita, sin ser tuerto, tenía solo un ojo abierto: el otro estaba eternamente pegado por un torrente de lágrimas congeladas.

Mañanita era un ser monstruoso, de cara ancha y achatada, a los lados de cuya nariz problemática jugaban a las escondidas sus ojos imponderables.

Mañanita era la mañana del juicio final, en traje de soldado de caballería.

Sus pies enormes y chapinos no encontraron jamás un par de botas que le vinieran bien; pero la continuidad de andar descalzo había criado en su pie una cáscara que le prestaba el servicio de un par de botas de baqueta.

El perfume de su piel descomunal, como el olor de los toldos, se percibía [desde] cuatro cuadras de distancia, y su boca espantosa era una salamanca con toda su corte de sabandijas.

¡Oh! Mañanita no podrá ser mirado impunemente; sólo con la poción antihemética de Rivière, podrá resistirse aquel aspecto desconocido en la farmacopea humana.

Una rasqueta se habría quebrado contra su piel de escamas, como una orquilla se hubiera roto contra el fardo de su melena, movible y habitada.

Cobarde y sin vergüenza, Mañanita soportaba los más tremendos manteos, sin inmutarse, y si alguien el estiraba algún sopapo, lo recibía con la mayor indiferencia.



Y, sin embargo, de esta monstruosidad irresistible, Mañanita tenía quien lo quisiera.

Su amante era una boliviana de piel de cobre y ojos magníficos.

Su hermosa cabellera sedosa y crespa, caía en negros rizos sobre sus hombros mórbidos y admirablemente cortados, bajando hasta una cintura graciosa y moviente.

Era tan linda Lucinda, era tan brillante el fulgor de sus ojos negros, que los oficiales la llamaban Luzlinda.

Los ojos de Lucinda, sobre todo, llamaban la atención de una manera poderosa. Mirándolos fijamente se sentía el vértigo del abismo; daban ganar de arrojarse a ellos de cabeza.

Lucinda tenía un tipo fino: había en sus manos algo que revelaba un estado mejor en su pasado, y la corrección de su frase no era vulgar en el campamento.

¿De qué cielo había caído aquella estrella misteriosa?

¿Cómo había ido a enamorarse precisamente de Mañanita, el ser más monstruoso que pueda imaginarse?

Esto era un misterio con el que nadie acertaba, y que Lucinda se había negado siempre a aclarar.

-¿Cómo tienes valor de ser la amante de semejante inmundicia? -solía decirle algún oficial.

-no hay dos hombres como Mañanita -decía ella-. Si quiere es el más valiente de todos.

-¡Pero si es un cobarde a quien todos apalean!

-Porque hasta ahora no lo han herido en su punto vulnerable: sostengo que Mañanita es el más valiente de todos.

-¿Y por eso lo quieres?

-Puede ser muy bien.

¡Raro capricho en una mujer tan linda como aquella! Sabe Dios qué misterio guardaría mañanita.



Por aquellos cambios que suelen hacer los jefes, de soldados inservibles, Mañanita fue cambiado por el loco Cavaría, viniendo a formar parte del regimiento 2.

Aquel regimiento, bajo las órdenes del coronel Lagos, era el cuerpo más altivo y soberbio de todo el ejército.

Un soldado, el más ruin de todos, no habría cambiado su número 2 por una fortuna.

-Somos del 2 -decían aquellos valientes soldados, como cualquiera podía decir: somos de los Napoleones, o somos de los Césares.

Porque aquel número 2 que adoraba sencillamente el pobre kepi, guardaba una tradición rica en hechos de armas y acciones heroicas.

Mañanita vino al regimiento, y junto con él Luzlinda, la hermosa boliviana, cuya presencia hizo una revolución en las cuadras.

Los soldados la miraban con el asombro con que se mira a un astro, y mostraban en la sonrisa se sus labios todo el encanto que irradiaba la persona bellísima de Luzlinda.

Todos se enamoraron de la boliviana, y entre los más interesantes y los más bravos soldados de la Compañía Tigrera (la del 1), entró la ambición de hacer la conquista.

Mañanita era un inservible; ya lo habían calado y visto que era más flojo que tabaco patrio.

Pero Luzlinda no daba oído a aquellas ternezas de línea, permaneciendo fiel a su monstruoso compañero.

-Esto no puede ser -dijo un día el sargento Rivera, un hércules de ébano más bravo que las armas-. Yo le voy a quitar esa estrella a mañanita, aunque con ella se me caiga el cielo encima; no es permitido que el soldado más flojo del regimiento tenga la mujer más bella.

Y firme en aquella resolución, espió desde aquel día el momento de cumplirla, sin que se apercibieran los jefes.

Y el momento no tardó en llegar.



Una noche de farra en los salones del señor Tripailaf, Lucinda se retiraba del brazo de mañanita.

No habían andado cuatro pasos, cuando se le cruzó en el camino el sargento Rivera, diciéndole secamente:

-Amigo, entrégueme la compañera y retírese.

Mañanita relampagueó su ojo abierto y miró con él el rostro radiante de Lucinda.

Y apartó suavemente al sargento, queriendo seguir su camino.

Pero Rivera, bravo y decidido, volvió a cerrarle el paso y le dijo:

-Suelte la compañera o le rompo el alma.

Mañanita soltó el brazo de Luzlinda, sacó un puñal dela cintura y colocándose entre ella y River, le dijo bravamente:

-Vamos a ver cómo es eso.

El grupo de soldados que seguía a Rivera, y que creían divertirse con el julepe y disparada de Mañanita, quedaron asombrados.

Rivera, calculando que aquella parada no duraría mucho, acometió a Mañanita de firme.

Pero Mañanita era más muñeca de lo que se creía.

A pesar de la fuerza imponderable de Rivera, a pesar de su destreza y de su valor, le dio tres puñaladas a mano maestra, una de ellas en el cuello.

Y sereno y tranquilo, volvió a dar el brazo a Luzlinda, y siguió su camino, mientras Rivera allí quedaba, tendido, en gravísimo estado.



Desde aquel día Mañanita se hizo el soldado más bravo y más cumplido.

Era el primero en al lista, el primero en el combate y el primero en el servicio.

Y su transformación fue tal, que llego a ser también el soldado más limpio y arreglado.

Le habían tocado la parte más sensible.

Y a nadie se le ocurrió tentar de seducir a Luzlinda; habían escarmentado en cabeza ajena.



EL TUERTO SARMIENTO

No hemos conocido un hombre más feo, pero tampoco más leal, en todos los días de la vida.

El tuerto Sarmiento era bravo hasta los asombroso; no había peligro capaz de arredrarlo.

Pero el maldito tuerto era tan feo, tan ridículamente feo, que su cara descomunal hacía olvidar todas las buenas cualidades.

Sarmiento era el cabo del 2 de caballería y asistente del coronel Lagos, asistente tremendo, incapaz de dar una gota de agua a un moribundo, si aquella gota de agua era preciso sacarla de la caramañola del coronel.

El estado de miseria en que se hallaba entonces la oficialidad del Fuerte Paz, era sólo comparable con la miseria de Gragera, el hombre de los perros.

El dueño de un paquete de cigarrillos era mirado como un Anchorena, aunque haya en Buenos Aires fortunas que bien valen más que la del Anchorena más rico.

El coronel lagos era un potentado, un Creso, cuya insolente fortuna nos deslumbraba como una lámpara eléctrica.

Figúrense ustedes que el coronel Lagos tenía el cinismo de ser el único propietario de dos maletas que podrían contener un par de libras de yerba y otras tantas de azúcar, y media docena de cajas de sardinas que habían hecho toda la campaña, sin ver llegar el solemne momento de ser abiertas.

Aquello era inaguantable, pues mientras los oficiales andaban mirando un mate en cada planta de pasto, Lagos sonreía con todo el aplomo y la insolencia que le daba la seguridad de poseer dos libras de yerba y azúcar.

Y no era lo malo que aquel hombre generoso tuviera yerba y azúcar cuando nadie la tenía, porque teniendo él tenían todos.

El caso es que el administrador, el gerente, el depositario de aquella yerba y azúcar, era el feroz tuerto Sarmiento, quien pro economizarla era capaz de negar un mate al mismo coronel, si este se lo pedía fuera de horas.

Aquel tantalismo impuesto por el terrible tuerto, era ya inaguantable.



A la hora del mate todos rodeaban el fogón del coronel, como esos perros que se estacionan a la puerta de reja de las carnicerías.

Empezaban a conversar sobre las diversas calidades de yerba de ración para despertar el deseo del mate.

Y el coronel, que comprendía dónde iba a parar todo aquello, llamaba al monstruoso tuerto y le mandaba cebar mate.

Nadie sabía donde guardaba los vicios aquel tuerto maldito, y más de uno se había ya pelado la frente campeándolos.

El tuerto Sarmiento recibía la orden con un además formidable, ponía un gesto de vinagre, y se retiraba a cumplir la orden, después de perforarnos con su mirada terrible.

Sarmiento tenía que gastar yerba y azúcar de la del coronel en beneficio nuestro, y esto sólo bastaba para que rabiase como siete condenados juntos.

El mate venía por fin, con grandes iras del tuerto pero ¡qué mate, santo cielo, qué mate!

Después de dar al coronel seis o siete mates seguidos, nos traía unas lavativas espantosas, unas tentativas de mate con yerba mezclada con paja, y con un simulacro de azúcar, insuficiente para alimentar a una mosca.

Y aquel tuerto bandido se gozaba en nuestra desesperación, con una alegría diabólica.

Muchas veces, el más audaz de todos tuvo el coraje de reclamar contra aquel mate terrible, de manera que el coronel oyera, y la orden de cebar el mate con más cuidado no había tardado en ser dada.

Pero Sarmiento alegaba en alta voz que se le había concluido la yerba, y no había [nada] que hacer.



Más fácil hubiera sido robar al banco de la Provincia, que robar al tuerto sarmiento una cebadura de yerba.

Y con lo suyo, aquel soldado leal no era tacaño.

De su ración tomaban mate todos sus compañeros; era capaz de darla íntegra a un oficial necesitado.

Pero sacar dela yerba del coronel, eso no lo hubiera hecho ni por el ruego de un hijo.

Al coronel tenía que durarle la yerba todo lo que durara la campaña, y esto para él era un deber imperioso que tenía que cumplir a toda costa.

Y su rigidez llegaba al extremo de que no daba mate al coronel sino cuando se hallaba solo.

Estando con oficiales, aunque él mismo se lo pidiera, le decía secamente:

-No hay yerba, mi coronel.

-¿Y cómo me dijiste que no tenías yerba? -preguntaba el coronel, que ignoraba la táctica de su asistente, al verlo aparecer con un mate después de una de aquellas negativas.

-Hallé un puchito de yerba en el fondo de la bolsa -contestaba el tuerto muy serio-; o gané una cebadura a la baraja.

El resultado era que en el fogón del coronel nunca faltaba el mate.

Y la primera operación de Sarmiento al llegar al campamento, antes de desensillar su caballo y desprenderse las armas, era llenas las maletitas de yerba y azúcar, para tenerlas listas aún en el caso de una sorpresa y una marcha precipitada.

Porque una necesidad sufrida por el coronel a causa suya, era cosa que no se hubiera perdonado en la vida.

Una noche los oficiales decidieron dar malón en las maletas de Sarmiento, y lo anduvieron espiando toda la tarde para ver donde las ponía.

El tuerto que sospechó la cosa, cortó la paja con que había de hacer la cama al coronel, y con mucho disimulo, puso bajo el poncho enrollado que dragoneaba de almohada, la bolsa de la yerba.

Allí, una vez acostado el coronel, no se atreverían a irla a robar.

Y a pesar de esta seguridad y esta garantía, cuando el coronel se acostó, el tuerto se sentó a su espalda y estuvo toda la noche velando la yerba.



El tuerto Sarmiento tenía un genio espantoso, tan espantoso como su ojo mismo. Era el genio de un tuerto, con el alma de un genovés y puesto en boca de un marinero catalán.

El menor contratiempo bastaba para hacerlo renegar como un condenado cuatro horas seguidas.

Para oír renegar a Sarmiento en todo su apogeo, con toda su boca formidable y su incomparable lenguaje de línea, bastaba despertarlo a medianoche para pedirle un servicio, aunque este servicio importara la vida de quien lo pedía.

Y sin embargo, aquel genio formidable, aquel carácter irascible, aquel hombre para quien el mayor castigo era turbarle el sueño, se levantaba en la noche más cruda del invierno, en medio del campo y bajo un aguacero formidable.

¿Qué acontecimiento fabuloso hacía que Sarmiento saliera debajo de su poncho voluntariamente y bajo aquel aguacero torrencial respirando una atmósfera de hielo?

Aquel hombre noble y abnegado, más fiel que un perro mismo, se acercaba al montón de paja donde dormía el coronel y lo miraba atentamente.

Iba a ver si estaba bien tapado o si el viento le había arrebatado los ponchos.

Si no hubiera cumplido este deber de conciencia y de cariño, no hubiera podido pegar en toda la noche su ojo espantable.



Una vez habían repartido carpas a todo el campamento en marcha, acontecimiento fabuloso que fue festejado de una manera estrepitosa.

Los soldados, de pura alegría, deseaban que estallase alguna gran tempestad para estrenar sus carpas.

Se marchaba sobre los indios, y era la primera vez que lo hacían con tan famosa comodidad.

¡Ser dueño de una carpa! Aquello era un sueño de hadas que no alcanzaba a explicarse la fantasía de los soldados.

Pero se marchaba por un campo sin leña y la falta del monte se hacía ya insoportable.

Nadie tomó mate una noche, pero el mate no faltó en el fogón del coronel.

Era uno de [los] tantos milagros del tuerto Sarmiento; a la noche siguiente, cayó una helada de todos los diablos.

El coronel paró su carpa, los oficiales pararon la suya, y los soldados, por primera vez de su vida, durmieron en media pampa y bajo techo.

Sólo Sarmiento estaba de pie, chupándose aquella terrible helada.

¿Por qué no había parado su arpa como los demás?

Sarmiento había quemado los palos, la noche anterior, par darle mate al coronel.



EL COMANDANTE HEREDIA

Es bueno levantar del olvido de cuando en cuando como ejemplo de abnegación y patriotismo, la figura luminosa de aquellos que cayeron como buenos en cumplimiento de un deber y para quienes la patria no ha guardado el menor recuerdo.

Son figuras que se pierden detrás del sepulcro y nosotros cumplimos el grato deber de ir levantándolas una a una, para mostrarlas con todo el brillo, con todo el fulgor de que estuvieron rodeadas en su vida gloriosa.

Toca ahora su turno al comandante Heredia, jefe del 5º de caballería, cuya muerte trágica y desconocida nos conmueve todavía.

En el verano de 1871, un bizarro regimiento cruzaba la inmensidad de la pampa, bajo un sol abrasados y una atmósfera de fuego.

Era el 5º regimiento de caballería de línea que con su comandante Heredia a la cabeza, marchaba a reconocer una invasión de indios, que había sido sentida a la izquierda del Fuerte General Paz.

Sobre la inmensa sabana de la pampa no se veía ningún rastro humano: la tropa había marchado más de dos leguas sin haber hallado el menor indicio de indios, y se había perdido ya la esperanza de hallarlos aquel día.

-No ha de ser una invasión fuerte -decía Heredia a su segundo jefe-, tal ves sea alguna punta de indios y entonces es inútil fatigar a todo el regimiento; yo me voy a adelantar con algunos soldados, y si es necesario o encuentro algo, le mandaré avisar para que me alcance; usted puede esperar aquí o seguir marchando al pasito.

El comandante Heredia había recibido orden de reconocer el campo, y no quería regresar al Fuerte Paz sin haberla cumplido escrupulosamente.

Tomó cincuenta hombres con sus correspondientes oficiales, y acompañado del fiel Peralta, baqueano de aquellos alrededores, emprendió su marcha al galope.

Peralta, con el caballo parejero de su jefe, galopaba a su lado APRA poder serle útil en el momento de apuro.

Una legua aproximadamente había galopado Heredia cuando alcanzó a ver una punta de veinte o treinta indios, que al verlo, empezaron a huir no muy rápidamente.

Heredia se puso en su seguimiento a gran galope con el deseo de darles alcance, suponiendo que era aquella la famosa invasión anunciada.

Los indios, a poca distancia del bravo Heredia, salieron de un médano, que descendieron rápidamente.

Heredia apuró la marcha y trepó al médano, suponiendo que del otro lado les daría alcance. Pero bien pronto se arrepintió de la confianza e impremeditación con que había perseguido al pequeño grupo: detrás del médano y hábilmente emboscada, halló una columna de tres a cuatrocientos indios que los esperaban, conociendo el poco número de sus soldados.

Aquello había sido una emboscada preparada con aquella intuición diabólica de los indios.

Ellos habían desprendido la pequeña partida, para que algún grupo de soldados se encarnizara en su persecución y cayeran, sin saberlo, entre el grueso de la indiada.

La misión de la partida era dejarse perseguir de cerca, huyendo hacía el médano donde esperaban los otros, que no darían tiempo a la tropa para huir en su sorpresa.

El comandante Heredia había caído en la celada, y cuando creyó echar el guante a una veintena de indios, se encontró rodeado por más de trescientas lanzas, mandadas por el terrible cacique Pincén.



El momento era solemne, no había que perder un minuto, y Heredia comprendiéndolo así, mandó echar pie a tierra a sus soldados y formar cuadro, movimiento que fue ejecutado con rapidez.

Y mientras se disponía a rechazar el ataque que no tardarían en [llevarle], envió su ayudante para que ordenara al segundo jefe lo protegiese con el resto del regimiento.

El ayudante cumplió la orden, que fue mal dada o mal comprendida, y regresó al lado de Heredia cuando el combate había principiado ya.

Los indios, formados en batalla y mostrando el valor que les daba su superioridad numérica, [llevaron] una carga vigorosa.

-¡Fuego, fuego por mitades! -gritó Heredia con su voz clara y serena, y los milicos se echaron la carabina a la cara y oprimieron los gatillos.

Pero de aquellas cincuenta carabinas sólo dos dieron fuego; y los indios, que se habían parado y hecho un remolino al ademán de hacer fuego, ante aquel resultado volvieron a cargar con más bríos y más encono.

-¡Fuego -volvió a gritar Heredia sin inmutarse-, fuego por mitades! -y los milicos volvieron a mostrar las armas y apuntarles, pero sólo tres o cuatro detonaciones respondieron a la voz del jefe.

Los regimientos de línea usaban todavía las carabinas de fulminante, famosas carabinas de cada diez tentativas hacían un disparo.

Los indios, perdido todo respeto, se vinieron sobre el cuadro con ímpetu vertiginoso y forzaron una de sus caras.



La lucha se hizo entonces desesperante: los soldados privados del arma de fuego y pie a tierra, quedaban e condiciones desfavorables.

Sin tiempo para sacar el sable, habían tomado la carabina por el cañón y se servían de ella como de una maza de armas.

Pero los indios, de un valor irresistible cuando luchan con enormes ventajas, los acosaban, abriendo con sus lanzas en sus filas enormes claros.

El comandante Heredia, magníficamente bravo, exhortaba a los buenos soldados a mantenerse firmes mientras llegaba el resto del regimiento.

Pero el esfuerzo no venía y se habían producido ya más de veinte bajas.

Heredia mandó nuevamente a su ayudante para que reiterara la orden, agregando que apuraran la marcha tanto como fuera posible.

Él comprendía que toda salvación estaba en mantenerse un poco más, y sonriente y bravo, alentaba a sus soldados con palabras entusiastas.

Pero esta vez, como la anterior, el ayudante volvió solo.

-He dicho al mayor que se apure, porque nos están acabando -dijo- y creo que no puede tardar en llegar.

Pero el tiempo pasaba, la tropa disminuía y el regimiento aún no estaba a la vista.

¿Le habrían dado mal la orden o esta habría sido mal interpretada?

Los soldados se batían con un valor y una desesperación magníficos.

Ellos caían acosados por el número del enemigo y el encarnizamiento con que herían, pero también a golpes de carabina habían tendido algunos de sus crueles enemigos.

Llegó un momento en que de aquellos cincuenta hombres sólo veinte había en pie, y el regimiento aún no llegaba.



Aquello era morir, morir de una manera desesperadamente estéril, pero no había más remedio; la misma huída hubiera sido contraproducente, pues solo habrían logrado el hacerse lancear por la espalda, y a esto no estaban habituados los bravos del 5.

Heredia recorría todos los puntos del combate, pues los soldados peleaban por grupos diseminados, siempre serenos y siempre bravos.

Los indios querían llegar hasta él, pero él los contenía con el cañón del revolver, sin hacerles fuego, porque quería economizar aquellos únicos seis tiros.

Dos o tres veces que lo acosaron hizo fuego, y otras tantas rodó un indio al suelo.

De modo que con la sola amenaza del arma lograba contener a los que estaban ansiosos por lancearlo.

Los veinte soldados que aún quedaban de pie se batían heroicamente: unos habían logrado sacar el sable, mientras otros, rota la carabina, había sacado el cuchillo y peleaban a puñaladas.

Pero ya el desaliento había empezado a ganarles, porque habían perdido la esperanza de un pronto socorro.

Y caían unos en pos de otros, aturdidos por la gritería de los indios y postrados por el golpe de las lanzas, que no daban descanso ni cuartel.

Un momento más de lucha tan despareja y no quedaba con vida uno solo de aquellos héroes.

El comandante Heredia llamó a su ayudante y por tercera vez reiteró la orden agregando esta vez que hacía responsable al segundo jefe de aquel tremendo desastre.

El ayudante, único oficial que sobrevivía, partió rápido como una flecha, pero no halló al regimiento en el punto donde lo dejó.

¿Se habría extraviado en el campo o habría entendido mal la orden?

El digno oficial volvió al sitio de muerte, pero ya demasiado tarde: ¡el comandante Heredia no estaba ya a caballo!



Cuando solo quedaban ocho o diez soldados de pie, el valiente y leal Peralta se le acercó con su caballo parejero, diciéndole:

-Aún es tiempo, mi comandante, salte, que el tordillo es ligero, y huyamos.

Heredia sonrió con la expresión de un mártir, y mirando aquel puñado de héroes que aún luchaba uno contra cien, repuso a Peralta, rechazándole el caballo:

-¡Es inútil, Peralta, yo no abandono esos leones que tan bizarramente se baten!

-¿Y qué va a sacar con hacerse matar? . dijo el soldado conmovido.

-¡Cumplir con mi deber! Yo no puedo abandonar a ese último puñado de bravos que han obedecido mi voz hasta el último momento.

Iba el soldado a insistir, pero no tuvo tiempo: los indios, que aullando ferozmente y galopando por aquel campo de cadáveres, acometieron de una manera salvaje, y en el torbellino de lanzas sólo se vieron tres soldados en pie.

Heredia castigó su caballo y haciendo fuego con el revólver se puso al lado de aquellos tres leones. Dos minutos después todo había concluido. Heredia recibía el último lanzazo y rodaba sonriente y valeroso entre aquellos ochenta cadáveres: los indios sólo habían perdido treinta hombres.

Este es el espectáculo con que se encontró e ayudante a su regreso, siendo tal la impresión que recibió que perdió el juicio.



Aprovechando la alegre confusión que entre los indios produjo la muerte de Heredia y la precipitación con que se lanzaron sobre él a desnudarlo, pudo el leal Peralta escapar, arrastrando tras sí al ayudante loco cuyo nombre sentimos no recordar en este momento.

Fue Peralta quien llevó al fuerte General Paz el aporte verbal delo que había sucedido.

El regimiento estaba allí, y el mayor aseguraba que la orden que habían recibido era la de retirarse.

En el acto se mandaron fuerzas que sólo al día siguiente llegaron al campo de la acción.

Allí estaban los cadáveres de Heredia y sus cincuenta hombres desnudos y horriblemente mutilados, rodeados de pedazos de carabina, de sables rotos y cuchillos tronchados, testigos mudos, pero elocuentes, de la bravura con que habían luchado.



PRESENTIMIENTOS DE MUERTE

La noche antes de aquel ataque legendario, el campamento argentino presentaba un aspecto de rara alegría.

Cada cual se preparaba al combate del día siguiente, que se sabía iba a ser sangriento, pues allí había aglomerado López todos sus elementos.

El general Rivas, entonces coronel, había sido nombrado jefe de la primera columna de ataque, que debía iniciar el combate.

El peligro de un rechazo era inminente, y Rivas, no contento con el jefe que se nombró a la columna que debía protegerlo, se fue a ver a su amigo el coronel Arredondo, para que solicitara marchar en su protección.

-Yo no tengo confianza en el que han nombrado - decía Rivas-, y como el peligro va a ser duro, quisiera compartirlo con un jefe de su competencia y valor.

-Por mi parte no tengo inconveniente, pero otro es el nombrado ya para ir en la segunda columna de protección.

-No importa, yo quiero que usted vaya en protección mía, y si me lo permite, voy a pedirlo al general Mitre.

Aquellos dos valientes querían correr juntos aquel peligro, y para conseguirlo el coronel Rivas fue a pedir permiso al general Mitre para que el coronel Arredondo mandara la segunda columna de protección.

-Que vaya el coronel Arredondo -dijo Mitre-. Usted es el jefe que va a atacar la posición y justo es que lleve de reserva al jefe que más confianza le merezca.

Pero el general Paunero se había se había encaprichado en que se obedeciese su primer nombramiento, y no había [nada] que hacer.

-No tenga cuidado -dijo Arredondo condolido de la agitación de Rivas-. Yo le respondo bajo mi palabra que mi columna irá en apoyo de la suya.

Satisfecho con esta promesa, el coronel Rivas no se preocupó más de la cosa, y se puso a hacer alegremente los preparativos del siguiente día.

La columna de reserva inmediata iba al mando del jefe en quien más confianza tenía Rivas, como valor y táctica, y el resultado del ataque tenía que ser brillante, no había que dudarlo.



Aquella noche el coronel Rivas invitó a comer en su compañía a los jefes que iban a tomar parte en el ataque.

El bizarro Rosseti, el heroico Charlone, el soberbio Fraga, el intrépido Arredondo, Francisco Paz, Alejandro Díaz, Calibar y los demás jefes, era los invitados a comer aquel churrasco, último tal vez que comerían juntos.

-Hombre, yo no puedo -dijo Arredondo-. El general Mitre me ha invitado a comer en su carpa y yo le he ofrecido ir.

-¡Pero, hombre! -dijo Rivas-. Con comer el churrasco con nosotros y tomar el café con él queda cumplido: él no ha de tomar a mal que comamos juntos los que vamos a compartir la muerte mañana.

-Hombre, tiene razón -exclamó Arredondo-. Tomando el café con él estoy cumplido: vamos a comer juntos.

Los asistentes arreglaron los churrascos y todos se sentaron delante de sus respectivas caronas, hablando de todo menos del sangriento combate que iba a tener lugar el siguiente día.

A la hora de tomar el café Arredondo se levantó y pasó a la carpa del general Mitre.

-Arredondo rompe la atmósfera que nos une y respiramos juntos -exclamó Charlone con una alegría que pocas veces manifestaba-. Él va a ser el único de nosotros que salga ileso mañana.

-Pero, hombre, ¿por qué tan desagradable pronóstico? -preguntaron a Charlone.

-¡Quién sabe! Cosas del espíritu no más: he dicho eso como hubiera dicho cualquier otra cosa.

Y la conversación siguió alegre y risueña hasta el regreso de Arredondo, que vino a tomar parte en la jarana de sus compañeros.



Concluida la comida, cada cual empezó a hacer sus preparativos personales, revisando sus armas y las prendas de su uniforme.

El coronel Charlone se acercó entonces a un ayudante que debía quedar en el campamento y le entregó varios papeles personales, su cartera y reloj, encargándole los entregara a una persona que nombró, para el caso en que lo mataran.

Extrañando Arredondo aquella aprensión de Charlone, cuyo valor personal lo había asombrado más de una vez, se le acercó y le dijo:

-¡Pero, hombre! ¿Cómo es posible que una persona tan excesivamente brava como usted esté pensando en semejantes preocupaciones?

Charlone era un hombre a quien jamás un peligro había conmovido y que despertaba lo mismo en su cuarto que en medio de una sorpresa.

-Qué quiere, compañero -repuso con la mayor tranquilidad-. Tantas veces va el cántaro al agua que al fin se rompe: no está de más el hallarse preparado para todas las cosas. Usted, en cambio, que no ah tomado el café con nosotros, nada tiene que temer, va a salir ileso, aunque como siempre se halle en lo más recio el fuego.

Arredondo sonrió y se retiró, atribuyendo aquello a una rareza del coronel Charlone.



Un momento después Arredondo se encontraba con el flemático Rosseti, en momentos que este daba a un ayudante algunas órdenes tristes.

-En tal escribanía de Buenos Aires está mi testamento; prevéngalo a mi familia, porque nadie lo sabe.

Y agregaba además algunos encargos íntimos de aquellos que hacen los hombres que sienten su próximo fin.

-¡Pero, hombre! -volvió a exclamar Arredondo-. ¿También andas de presentimientos de muerte?

-Alguna vez hemos de caer -contestó Rosseti, con la más bondadosa de sus sonrisas-, y así no tendré nada que me preocupe, porque dejo mis cosas arregladas como yo quiero.

-¡Vaya una idea! Si crees que te van a matar, no vayas. Tu reputación está bien acreditada para que eso pueda lastimarla.

-No es que crea que me van a matar -agregó Rosseti-, sino que me preparo para el caso posible en que me suceda, porque no soy inmortal, y mañana se va a pelear duro.

Y en seguida se ligó cuidadosamente el vientre con dos tiras que cortó a un poncho de vicuña.

-¿Y se puede saber para qué te ligas el vientre?

-Hombre, es muy sencillo; no quiero que me hieran en el vientre, porque tengo horror a las peritonitis; es la única muerte que no me agrada: las demás me son indiferentes.

Y una vez que concluyó de fajarse, pasó a su carpa a preparar prolijamente sus armas.



Más tarde, y ya cerca de la diana, Arredondo se juntó con el coronel Fraga, aquel bravo y caballeresco tipo, que andaba buscando un oficial para hacerle unos encargos.

-¿Qué es eso? -le preguntó-. ¿También crees que te van a matar?

-No lo creo -contestó Fraga-, sino que estoy de lleno profundamente convencido: alguna vez tenía que suceder esto, y yo creo que mi día será el de mañana. Puedo equivocarme, pero es bueno arreglar las cosas para no dejar pendiente algo que pueda turbar el reposo del último momento.

Fraga se retiró y Arredondo encontró más tarde en la carpa de Rivas a Francisco Paz, Alejandro Díaz, Nicoloriche, Calibar y Sarmiento, que estaban seriamente convencidos que iban a morir en el ataque.

"Decididamente -pensó Arredondo-, esta es una broma que me quieren dar, o una epidemia endiablada".

"Al diablo con estos locos", concluyó en su pensamiento, y se retiró a tomar sus medidas para cumplir la palabra empeñada a su amigo el coronel Rivas.



Al otro día se hallaban formadas y listas para marchar las tres columnas que debían hacerlo, yendo la primera de ataque a las órdenes del coronel Rivas y la última de reserva a las del coronel Arredondo.

Cuando la columna de Rivas hubo pasado, Arredondo mandó por mitades en columna a la derecha y siguió detrás, viniendo así a ocupar, como lo había prometido, el puesto que Rivas deseaba.

"El otro reclamará, si le parece -pensó Arredondo-, pero ya no habrá tiempo de hacerme retroceder".

Y tomó parte en el duro combate, apoyando al coronel Rivas.

¡Todo el mundo sabe cómo combatió el ejército heroico frente a las trincheras de Curupaytí! Donde cada soldado selló su muerte con un hecho intrépido.

La muerte se multiplicaba en las filas de aquellos sublimes veteranos, que la recibían con la sonrisa en los labios al grito de "¡Viva la patria!"

Aquello fue un volcán de fuego y una lluvia de metralla, que terminó bien pronto con la primera columna de ataque.

¡Coincidencia rara!

En aquella columna estaban tres de los jefes que habían comido en la carpa de Rivas y los tres habían caído. Rivas con una mano despedazada, Charlone con el cráneo volado por una metralla y Nicoloriche con el corazón partido por una bala de fusil, fue detrás heridas graves.



La segunda columna, la que mandaba Arredondo, entró entonces de lleno en lo más recio del fuego.

Allí iban Rosseti, Fraga y Arredondo.

Al poco rato de batallar de una manera titánica, verdaderamente, Rosseti recibió un metrallazo en el vientre y Fraga recibió balazos que le produjeron la muerte en el acto.

Más tarde caían también, y de una manera heroica, Nicoloriche, Francisco Paz, Alejandro Díaz, Calibar y Domingo Sarmiento.

El único que regresó ileso dela batalla, aunque con el poncho acribillado a balazos, fue el coronel Arredondo.

Rosseti pudo vivir hasta el otro día, en que murió de lo que tanto temía: una peritonitis aguda que lo hizo sufrir horriblemente.

Así, de todos los que habían cenado en compañía de Rivas, sólo sobrevivió este, con aquella herida que lo dejó manco, y Arredondo, que tomó el café con el general Mitre.



GREGORIO CARRIZO

Su brazo robusto no se alzará más en defensa de la patria, su mano "crotoniana" no volverá más a empuñar el pesado sable, porque caído inerte, como la rama arrancada por la tormenta al tronco poderoso.

Aquella cara serena y riente que había cruzado tranquila por todas las tempestades de la vida, surcada por gloriosas cicatrice, no volverá a erguirse más sobre el soberbio y altivo cuello como una amenaza de muerte o una expresión de paternal afecto.

Ya no late en el pecho aquel corazón noble, que anidaba en su seno todas las virtudes y todo el valor delos caballeros antiguos: la muerte lo ha hollado todo y ha postrado su cuerpo de gigante, que asomaba siempre por sobre las cabezas de sus compañeros.

Bondadoso hasta parecer una nodriza con los hijos de su oficial, era bravo sobre toda exageración frente al enemigo a quien no vio nunca sin alcanzarlo con la punta de sus sable.

Era todo un caballero de la Edad Media, con la humildad mansa y leal de un paisano.

Allí mismo, tendido en la cama de presos del hospital y asistido por el practicante Almada, sintiendo aproximarse su fin, lo miró con sus ojos bondadosos y le dijo estas solas palabras:

-Un último esfuerzo, muchacho; hágame ver la luz del nuevo día para poder decirle adiós a mi oficial y encargarle mis hijos.

Y se desplomó sobre la cama miserable, como esos árboles gigantescos y seculares que troncha la tempestad.

Su vida fue consagrada a la patria y a los pocos seres que le eran queridos: sus hijos y su oficial, antiguo oficial a quien había cuidado como una madre, haciéndole todo lo dulce que le fue posible la dura y penosa vida militar.

Sus anécdotas se cuentan a docenas en las cuadras del heroico 2 de caballería; ellas son tristes o risueñas, pero siempre dejando asomar la silueta de un espíritu noble.



Carrizo fue arrancado de su hogar por fuerzas revolucionarias.

Batidas estas fuerzas, el gobierno castigó en él un delito que no existía y lo condenó a dos años de servicio en el regimiento Blandengues, años que se multiplicaron hasta el número de veinticinco, sin que este cuarto de siglo de martirio lograra apagar la sonrisa de sus labios gruesos y bondadosos.

-En cualquier parte se vive bien -decía-. Yo ya no tengo familia y todo me es igual.

El oficial a quien servía de asistente le consiguió la baja, y él, conmovido ante aquel suceso, que no esperó ver realizado nunca, juró a su oficial una lealtad de perro, y siguió sirviendo en el regimiento y a su lado, voluntario y sin sueldo.

Fue entonces que Carrizo dio una prueba de su fuerza de carácter.

Bebedor insigne, no había existido castigo que le hiciera perder ese vicio.

Un día lo llamó su oficial y le dijo:

-Es una vergüenza que un hombre tan completo como tú sea un borrachón despreciable; si estimas en algo mi aprecio, no vuelvas a embriagarte más.

-Mi teniente -repuso después de un violento esfuerzo-. Hoy me mamo por la última vez de mi vida.

Y después de aquella tranca, que fue formidable, no volvió a llevar a los labios un vaso de bebida.

El regimiento se batía desesperadamente en los campos de la Picasa.

Después de un combate reñido y cuando el regimiento se retiraba, Carrizo vio al sargento Ortiz, su viejo amigo, que quedaba por muerto en el campo.

Salió de las filas y [corrió] en su auxilio, pero no puedo subirlo sobre su caballo: Ortiz se estaba muriendo. En la lucha de ayudarlo a marchar de pie, fue acometido por un grupo de catorce indios: él podía saltar a caballo y salvarse, pero entonces tendría que abandonar a Ortiz, y esto no había que pensarlo.

-Andáte, hermano -dijo el moribundo-. De todos modos yo voy a morir y si te quedas vamos a morir los dos.

-Ni yo ni vos -respondió Carrizo-. Vamos a llegar vivos al campamento.

Y ayudándolo a andar, cubriéndolo con su cuerpo de atleta y disparando su carabina cada vez que los indios se aproximaban mucho, anduvo las veintiuna cuadras que lo separaban del regimiento campado ya, donde llegó con su preciosa carga.

Había quemado dieciocho tiros y muerto cuatro indios.



Había en el regimiento un soldado muy sin vergüenza y aporreado, que siempre estaba preso por pequeños robos de gallinas y otros animales domésticos y comestibles.

Una tarde este soldado se robó un paro de los vivanderos, y tomado in fraganti delito de comérselo, fue metido por el coronel en el cuerpo de guardia.

Pasando Carrizo por allí, y viéndolo tan mustio y cabizbajo, le preguntó con su mas traviesa sonrisa:

-Y vos, hermano, ¿por qué estás aquí?

-¡Qué querés hacerle! Desgracias de la vida; estaba comiendo un churrasco y han creído que era pato.

-¡Ah, por robar patos, decí de una vez; tomá tu torta; quién te mete a oficios de ricos! ¡Quién te mete a comisario pagador!

Y pasó riendo como si le hicieran cosquillas.



Como sucedía siempre, en uno de los más calurosos días de enero se repartía el vestuario de invierno.

A Carrizo le había tocado un poncho con una bayeta de larguísimo pelo, que él se lo había puesto por burla con el pelo para afuera.

Otro de los milicos, que lo miraba extrañando aquella idea de abrigarse con tanto calor, le dijo:

-Hermanito, no estés en magas de camisa, que te va a dar el chucho.

-Estoy pensando -repuso Carrizo mirando la larga friza de su poncho-, estoy pensando, hermano, que liendre que cae aquí no la sacan ni con palabra de casamiento.

-¿Y si es casada? -preguntó el otro.

-¡Ah! si es casada -contestó gravemente Carrizo- no la sacan ni con promesa de divorcio.



Cuando se sublevaron los indios de Catriel, Carrizo era peón del comandante Forest.

Su oficial, que era lo único que lo ligaba al regimiento, lo había convencido que debía hacer uso de su libertad, y le había dado una carta para aquel jefe.

Forest se encontraba en el Azul y aquella noche debía pasar para la Blanca Grande, a cuyo efecto mandó a Carrizo atara la volanta.

-Ni se le ponga comandante -dijo el leal soldado-. He oído hoy a dos indios que hablaban en la lengua quede esta noche a mañana se va a alzar la indiada, y silo toman en el camino lo matan.

-No seas loco, ensilla nomás para salir ahora.

-Mi oficial me ha dicho que lo cuide, señor; yo cumplo diciéndole que no salga esta noche; mañana saldrá, y vendrá a ser lo mismo.

-Ata y déjate de majaderías.

Carrizo, que sabía, como él lo había dicho, que los indios se iban a alzar, fue y rompió la lanza de la volanta.

-Comandante -dijo-, no puedo atar hasta mañana, porque se ha roto la lanza.

Aquella noche tuvo lugar la sublevación, y fueron muerto por los indios todos los viajeros que se encontraron entre el Azul y la Blanca Grande.

Carrizo había salvado la vida al comandante Forest.



Cuando el doctor Alsina hizo su primera marcha, necesitó hombres de confianza para tener a su lado, y Forest le mandó al sargento Carrizo con su recomendación más decidida.

Cuando regresaron a Buenos Aires, el doctor Alsina, agradecido a los servicios cariñosos y bravos de Carrizo, le llamó y le dijo:

-Quiero hacerte un regalo para que tengas un recuerdo mío, pero como quiero darte la cosa que te sea más útil, la dejo a tu elección. ¿Quieres dinero, o quieres caballos, o quieres alguna prenda, o un empleo en la policía? Vamos a ver, pídeme lo que quieras, en la seguridad de que lo tendrás.

-¿Aunque sea muy gordo el pedido, mi ministro?

-Aunque sea muy gordo, pide.

-Pues bien -dijo Carrizo mostrando en sus ojos toda la alegría en que rebosaba su corazón-. Usted, que todo lo puede, hágame dar de baja al sargento Ortiz, del 2 de caballería, que ha cumplido hace diez años el tiempo de su destino.

No quiso más recompensa, y Ortiz debió su baja a la amistad de Carrizo.



Se había marchado tres días y tres noche sin comer y sin dormir. La fatiga era enorme y el sueño mayor que el hambre.

Se había campado detrás del enemigo para sorprenderlo a la diana, pero con todas las precauciones posibles, para no ser sorprendidos, porque la división, aunque brava, era pequeña.

Se mandó permanecer con el caballo dela rienda y en la mayor atención, para poder saltar a caballo a la primera voz, porque el peligro era serio.

El oficial no pudo resistir a la fatiga y al sueño, y se durmió, como se duerme a los veinte años, aunque sea sobre una mina encendida.

Cuando despertó, se encontró a caballo y listo para seguir el movimiento.

Carrizo, haciéndole servir de almohadón su regazo, había velado el sueño del oficial, con las armas preparadas, robando aquel tiempo precioso a su propio descanso.

En cuanto se tocó a caballo, el oficial fue el primero que montó, subido por los brazos hercúleos de Carrizo.



Jamás un peligro, por serio que fuera, logró apagar de sus labios su sonrisa mansa que imprimía a su semblante magnífico y bravo una expresión de magnanimidad suprema.

Su generosidad y su bondad están pintadas en un solo rasgo:

Un sargento de la Policía de Flores, porque no había querido prestarle un caballo, quiso llevarlo preso.

-No sea infeliz -le dijo Carrizo; y le pegó con una bolsa en la cara.

El sargento buscó ayuda y se vino sobre Carrizo acompañado de cuatro soldados.

Carrizo tenía cuchillo en la cintura, su cuchillo de trabajo, y temiendo sacarlo en algún momento de ira y hacer alguna tontera, lo arrojó a la calle y sacó el freno a su caballo.

-Para ustedes -dijo-, basta el freno.

Y a frenazos y azotes con las riendas llevó a sargento y soldados hasta el Juzgado de Paz, donde los entregó presos con estas palabras:

-Aquí traigo a estos presos, por el delito de inservibles y flojos; póngales una carona.

El juez de Paz, que era entonces el estimable señor Carballo, castigó su desacato con ocho días de arresto, que Carrizo soportó con su eterna sonrisa.



Cuando salió de baja, Carrizo se casó, después de decir estas palabras, que expresan exactamente lo que es la vida de línea:

-Ahora que soy dueño de mí, me caso, porque tendré el derecho de tener hijos.

Y se estableció en Flores como veterinario y domador, teniendo al poco tiempo una gran clientela.

Bravo como las armas, los compadres le temían y lo respetaban, convencidos de que era muy difícil llegarle al cuero con el facón.

Él usaba entre las caronas un viejo sable, respeto de la casa y de la calle, como él le llamaba.

Una tarde se complotaron tres asesinos para deshacerse de él y del jabón que le tenían, y mientras dos le daban conversación, el tercero le partió la noble espalda de una puñalada de muerte.

Asimismo, moribundo, Carrizo pudo sacar su viejo sable y partir la cara de su asesino con una marca eterna.



Fue llevado al hospital, donde la ciencia hizo por salvarlo todo género de esfuerzos.

Pero la punta de la daga había partido el hígado después de interesar el diafragma, y quince días después Carrizo expiraba como mueren los héroes, después de recomendar sus hijos a su antiguo oficial.



EL CARRETÓN DE MATOSO

En aquellos buenos tiempos en que la juventud más distinguida ingresaba al ejército, y los cuerpos de línea tenían oficiales como, Arredondo, Martínez de Hoz, Campos, Arias Romero y tantos otros, los cuarteles y los campamentos eran un centro de alegría constante, en que las bromas más saladas, y pesadas a veces, brotaban de todas las bocas.

Viejos compañeros de universidad y de colegio, todos se conocían sus pequeñas aventuras de amor, y se daban al respecto cada bromazo que sonaba como un golpe de toalla mojada.

Entonces la tropa de línea no incomodaba en la ciudad con sus toques de corneta y ejercicios de guerrilla en nuestras calles más concurridas, y la oficialidad paseaba [por] las calles con la alegría más franca pintada en el semblante y la travesura más picaresca campeando en todo el cuerpo.

El batallón 2 de línea, que mandaba don Emilio Mitre, era uno de los que contaba con juventud más traviesa y conocida, siendo por esta causa el rival del 6, cuyos alferuchos han ocupado después los puestos más distinguidos del ejército.

Había en el 2 de línea un alférez Díaz, oriental, que era el tipo más completo del militar rompe esquinas.

Pobre y despilchado hasta el extremo de ponerse el corbatín por toda camisa, muchas veces, el alférez Díaz tenía un capital inagotable de travesura estudiantil.

No andaba pensando sino en la broma que debía hacer a este o aquel camarada, y en los medios de proveerse de las prendas de uniforme que le era más necesarias.

Por este motivo, cuanta broma pesada y anónima se daba en el cuartel era atribuída al alférez Díaz, lo que le había valido buena cantidad de manteos y arrestos en el cuarto de banderas.

Esta alegría sempiterna del alférez Díaz, contrastaba notablemente con la severidad majestuosa del teniente Borges, gravedad reposada y suave, que conservó hasta el apogeo de su bella carrera.

Sin bravats y sin enojos, Borges había logrado que Díaz lo dejara un poco tranquilo, y decimos un poco porque de cuando en cuando lo hacía víctima de alguna broma por el estilo de la que vamos a referir.

Servían entonces en el 2 de línea el hoy coronel Matoso, teniente también como Borges en aquel tiempo, y que estamos seguros leerá con gusto este recuerdo juvenil.

Matoso era poco amigo de broma, sobre todo de las bromas del género de las que solía dar el alférez Díaz.

Y como no las aguantaba, buen cuidado tenía el alférez Díaz de no dárselas sino cuando podía esquivar cierta responsabilidad peligrosa, no porque tuviera miedo a Matoso, porque no lo tenía a nadie ni a nada, sino porque en medio de su infinita travesura y aturdimiento no le gustaba andar a hachazos con sus compañeros de cuerpo.

Esto hacía que las bromas que daba a Matoso lo hiciera con el cuidado de hacer caer la culpa sobre los más amigos del teniente Matoso, para que el enojo de este no fuera tan peligroso ni de malas consecuencias.

Ustedes pueden formarse una idea de lo que era el alférez Díaz, sabiendo que un día formó con corbatín y capa por todo traje, porque no tenía más piezas de ropa; la espada se la había prendido sobre el pellejo.

Como aquel día era martes de Carnaval, el estado de aquellas pobres piezas, a las ocho de la noche, bien se puede imaginar: el alférez Díaz no tuvo que formar a la siguiente diana.

El resto de su uniforme lo había empeñado para comprar útiles de jugar al Carnaval, que en aquellos tiempos se reducían a un millar de huevos y una jeringa de lata.

El 2 de línea estaba de guarnición en Rojas, punto fronterizo entonces, donde los soldados vivían un poco peor que ahora, porque en la época a que nos referimos no tenían ni un carpa con que abrigarse a la intemperie.

El teniente Matoso tenía un carretón que le había dado un amigo, un carretón antiguo de aquellos de enormes puertas donde uno podía encerrarse como en la mejor pieza.

Matoso había constituido en aquel carretón su domicilio, amueblándolo con un lujo asiático, pues a más de un catre a la crimen tenía en él un roperito fabricado con cajones de fideos, vacíos.

En los días de servicio llevaba su carretón hasta el cuerpo de guardia, y allí establecía su residencia de vienticuatro horas, haciendo asumir a su carretón todos los honores de la oficina de un oficial de guardia.

Este carretón era invadido por todos, menos por el teniente Borges, que tenía también una carretita que, con menos suntuosidad que el carretón de Matoso, le prestaba el mismo servicio.

Las dos carretas eran el tema principal de las bromas diarias; dando todos la supremacía a la de Borges, por hacer rabiar a Matoso.

Y era alférez Díaz el que andaba siempre adornando la carreta de Borges, para que Matoso creyera que su camarada era el más empeñado en ponderar su carreta.

-Confiesa que la carreta de Borges es más paqueta que la tuya -solían decirle.

-¡Qué me importa! -contestaba Matoso indiferentemente-. En cambio la mía es más cómoda.

Pero no dejaba por esto de incomodarse por aquel desprestigio de su carretón, que era la prenda más estimable y útil que poseía.

Un día de calor de fuego, de aquellos calores en que la ropa, y sobre todo la ropa militar, asa el cuerpo, Matoso estaba de servicio, metido dentro de su carretón.

A causa del sol formidable que caí a plomo sobre el campamento, había entornado las puertas dela carreta, cuyas varas estaban apoyadas sobre un estacón, para mantenerlo a nivel.

El alférez Díaz cruzó por allí, muerto de calor, y se asomó al carretón del teniente para pedirle un poco de sombra.

En aquel momento, Matoso, que leía un libro poco interesante, se había quedado dormido profundamente, con ese sueño dela siesta de un oficial mal dormido.

Ver a Matoso dormido y saltarle en la imaginación una idea diabólica, fue obra de un momento.

Díaz no tardaba mucho en poner en práctica sus ideas más infernales, y como aquella vez se trataba de ganar tiempo, tardó mucho menos aún.

Con gran cuidado de no hacer ruido, Díaz tomó un caballo blanco como pocos, que había en el campamento, a cuya cola ató un tarro de lata lleno de vidrios, estribos y todo objeto de hacer ruido.

En seguida trajo el caballo, con cuidado de no hacerle sentir lo que traía en la cola, cerró con llave la puerta del carretón y ató el potro alas varas perfectamente bien amarrado. Hecha esta operación tomó un rebenque y castigó fuertemente al brioso animal.

A los rebencazos disparó este, y al sentir el ruido infernal de aquel tarro que se enredaba en sus patas, se agachó a bellaquear, sin cesar por esto en su vertiginosa carrera.

Díaz corrió entonces al otro lado del cuerpo de guardia, y se acostó a hacerse el que dormía profundamente.

Nadie lo había visto llegar, porque los otros oficiales dormían o leían, y en cuanto a la tropa, no había de revelar el secreto que había sorprendido.



El carretón, tirado de aquélla manera descomunal, se hizo un ovillo, con caballo y todo, en las primera zanja que encontró al paso, haciendo dar al teniente Matoso los más terribles tumbos.

A fuerza de patadas y golpes, logró abrir la puerta, y aunque magullado y dolorido se dirigió al campamento presa de las mayores iras, mientras los soldados se torcían de risa junto con otros oficiales que habían acudido a la bulla y algazara.

El primer viviente con quien tropezó Matoso era el alférez Díaz, pero este dormía de una manera tranquila y apacible que pasó de largo, sin pesar que aquél era el causante de todo.

Matoso siguió adelante, como un toro que entra a la pica, encontrándose con el teniente Borges, que, tendido en el suelo, leía plácidamente.

Matoso se paró delante de Borges y lo miró iracundo.

Al ver su fachada descompuesta y furiosa, Borges no pudo contener una sonrisa, sonrisa que fue para Matoso la revelación del autor de la broma.

Así, apostrofando duramente a Borges, le hizo volar el libro de una patada.

El teniente Borges, sonriendo con aquella majestad que le era característica, preguntó a Matoso por qué lo ofendía de aquella manera.

Pero éste, más irritado que nunca, no sólo lo apostrofó con más dureza, sino que intentó alzarle la mano.

Entones Borges lo contuvo duramente y le reprendió con acritud, lo que dio lugar a un cambio de expresiones ofensivas, de aquellas que ningún oficial puede oír con calma y sin levantarlas con la espada.



Esa misma noche y con todas las formalidades del estilo, los tenientes Borges y Matoso se batían a media legua del campamento.

El alférez Díaz había explicado la cosa, pero los tenientes habían cambiado ofensas que hacínala cuestión eminentemente personal y los hacía a ellos prescindir de la broma del carretón que la había originado.

Ambos bravos, ambos serenos y ágiles, los dos teniente se batieron por espacio de un cuarto de hora, haciendo esfuerzos para herirse.

Por fin la suerte protegió a Matoso, que logró dar a su adversario una estocada en el pecho, estocada de que siempre padeció Borges.

Fue la única vez que el coronel Borges se batió en duelo.

Después de eso, los coroneles Borges y Matoso han sido buenos amigos y se han estimado siempre.



UN BANQUETE EN LAS CARONAS

¡Qué calor espantoso hacía aquel día maldecido!

Se marchaba bajo los rayos de un sol de enero y sobre unos caballos enloquecidos por los pinchazos de los tábanos, que no les daban un momento de alivio.

Las caras delos milicos parecían caras de otro mundo, surcadas por los chorros del sudor que dejaban una especie de zanja entre la mugre de aquellos semblantes que se habían lavado desde que nacieron.

Los tábanos se prendían en los macarrones desventurados, que se azotaban los flancos con una desesperación tremenda.

Y sus cueros manaban sangre por todas partes haciendo imposible la marcha.

Los cardos secos espinaban las pantorrillas cubiertas apenas por una especie de pantalones, que dejaban asomar por entre sus roturas inmensas las peludas y ridículas canillas.

El doctor Cabello, que era un locazo de primera fuerza, sostenían seriamente que los tábanos lo iban a volver loco, mientras el mayor Godoy se rascaba los matambres ferozmente lanceados por los tábanos en su deseo de picotear, no distinguían ya entre la carne de caballo y la carne humana.

El sol y el calor, la agitación de la marcha y el espantar de los tábanos, nos habían dado una sed de todos los infiernos.

Hubiéramos cambiado nuestra parte de paraíso por un trago de agua.

El coronel Lagos engañaba la sed y se humedecía la boca chupando un pedacito de carona, mientras a los demás se les hacía agua contemplando la operación.

El hambre era inmensa, porque nos e comía desde por la mañana, pero la sed era diez mil veces mayor... No se podía ya pronunciar la ñ, que es el colmo de la sequedad de la boca.

Y todavía teníamos mucho que marchar: no podíamos hacer alto hasta no ponerse el sol, porque entonces se hubiera perdido el objeto principal de aquella marcha diabólica.

¡Pobres patrios! Y ellos que en ancas de toda esta miseria tenían que sufrir el lancetaso sangriento de los tábanos, no se quejaban, y con su indiferencia de curtidos, soportaban las frecuentes caricias del rebenque de lonja.

Por fin llegó la tarde cuando ya toda marcha era imposible, cuando estábamos cortados por el filoso lomo de los mancarrones, y cuando al sed hacía imposible toda voz de mando.

Era necesario beber, beber antes que nada, y dar de beber a los pobres caballos, extenuados de fatiga.



Y así, rendidos de fatiga y de calor, de sed y de hambre fue preciso [apode] rarse de las palas de puntear y abrir un jagüel para proveerse de agua.

Y con esta abnegación suprema e imponderable del soldado argentino, a prueba de toda desventura y contratiempo, se pusieron a la obra jefes, oficiales y soldados.

Los epigramas más graciosos se cruzaban de boca [en] boca levantando un trueno de risotadas, mientras cada nariz era un surtidor de sudor, que parecía chocolate.

Y los cavadores serán renovados de cinco en cinco minutos, porque sino la fatiga los hubiera muerto.

Mientras unos cavaban con un ardor digno de semejante sed, otros prendían sus fogones y arreglaban las pavas para estar listos en cuanto apareciera el agua.

El uniforme había ido disminuyendo a medida que aumentaba la fatiga, de modo que a la hora de aquel trabajo, el regimiento parecía una tribu de indios.

Por fin apareció en el pozo aquella capa de greda húmeda que anuncia la aproximación del agua, y un clamoreo inmenso se levantó de entre aquel hervidero de sedientos.

El coronel Lagos, por conservar el respeto de sus inferiores, se contentó con echar a correr como un gramo, dando tres brincos y algunas volteretas; el doctor Cabello se paró de cabeza, y la tropa empezó a corretear, y dar vueltas de carnero, mientras los oficiales preparaban el kepi, para hacerlos servir de vaso.

Un momento más, y el agua brotada de las paredes y el fondo del jagüel como una bendición de Dios.



A pesar de los cruenta pies que en el agua chapaleaban, y que no se habían lavado desde que fueron dados de alta, las pavas, kepíes y cacerolas descendieron al jagüel, a los gritos de:

-¡A mí, hermanito, llename la mía! ¡No me empujes la pava, por tu madrecita, a mí un poquito!

Y los adminículos empezaron a salir en medio de formidable algazara.

¡Cuán poco iba a durar aquella alegría!

El primero que llevó el agua a los labios lanzó una maldición como un trueno y arrojó la pava por encima del jagüel.

-¡Ha visto una víbora en la pava! -exclamó otro, y llevó el kepi a los labios con una ansiedad febril, y el gesto de su cara fe algo monstruoso.

El agua era salada, pero salada de una manera imponderable, al extremo de no poder hacerse con ella el más miserable buche.

Todo aquel trabajo había sido inútil y la sed, con la desesperación, había aumentado de una manera enorme.

Y sin embargo, aquella gente brava y sufrida todavía tenía ánimo para embromar, habiendo quien aseguraba que si el agua estaba así, era porque el mayor había metido los pies dentro del jagüel.

No había más remedio que montar a caballo, e ir diez leguas más afuera a cavar otro jagüel, ya con la duda de si sería aguadulce o agua salada.



Cabizbajos y sombríos, cada cual se enhorqueteó en la cuchilla de su matungo y empezó la nueva peregrinación en busca de agua dulce.

No había andado dos leguas aquella columna de sedientos, cuando se sintieron gritos descomunales a retaguardia, y como un condenado se vio venir al alférez Sandalio que venía a media rienda enarbolando una bota.

El alférez Sandalio era una cosa imponderable, como catadura y como mugre.

Figúrense ustedes, al atorrante Arauz en traje de alférez de caballería, pero un Arauz con el pelo hasta los hombros y una barba sobre el pecho.

Un Arauz fatigado, con la cara cubierta por un colchón de tierra donde el sudor había abierto blancos surcos, y una nariz matada por los rayos del sol y el frío de las heladas.

Un Arauz con chiripá, levita militar y kepi con barbijo de sombrero de campo, adornado con borlas, una boa de lana en el pescuezo y todas las miserias de la vida impresas en el semblante.

Un Arauz, con veinte años más sobre los lomos, y veinte libras de mugre sobre las pilchas: Arauz, en fin, revolcado en el suelo de un matadero y puesto a secar al sol.

Para mayor comodidad y mayor prontitud en el servicio, el alférez Sandalio no se desnudaba jamás, ni se había sacado las botas desde que se las puso hacía, por lo menos, un año.

Con esta ligera pintura el lector podrá calcular lo que era aquella catadura, aquel cuerpo y aquella ropa que hacía apercibir la proximidad de Sandalio desde dos cuadras de distancia.

El alférez Sandalio era jefe en la partida de baqueanos, y baqueano él mismo hasta el extremo de conocer la Pampa mata por mata.

Y en su calidad de baqueano había prestado servicios estimables, que lo hacían acreedor a todo género de consideraciones.

¿Qué significaban aquellos gritos descomunales, aquel revoleo de la bota, y sobre todo, aquel suceso que había obligado al alférez Sandalio a quitarse una bota?

Era realmente un acontecimiento capaz, no sólo de haberle hecho sacar una bota, sino las dos.

El alférez Sandalio había dado vueltas, hasta que descubrió un charco de agua, donde había bebido hasta saciar la sed.

Haberse vuelto con las manos vacías hubiera sido un egoísmo de que indudablemente no era suscetible su corazón magnánimo.

Como quién hace el más horrible de los sacrificios, Sandalio se sacó una bota y la llenó de agua, viniendo así al encuentro de sus compañeros, para que calmaran en su bota la sed devoradora.


Como era natural, al coronel Lagos, que era su jefe y su amigo, fue al primero que alcanzó la bota llena de agua cristalina.

Y era tal la sed, que Lagos tomó aquella bota horrible y fue a llevarla a los labios, pero el tufo de la bota lo hizo mirar el pie desnudo del alférez Sandalio, y una arcada horrible fue el efecto inmediato.

La sed era espantosa, pocas las esperanzas de hallar agua, pero aquella bota espantosa se defendía con la amenaza de la ipecacuana, cuyos efectos se veían palpitar en sus orejas, su taco y su suela formidable.

Y Sandalio la ofrecía con una inocencia incomparable y como quien brinda la felicidad suprema.

La bota pasó de mano en mano, desde las del coronel hasta las mismas de Sandalio, sin que ninguno se animara a llevar sus labios a aquella caña imponderable.

Muchos pidieron a Sandalio la dirección del charco, se lanzaron a media rienda, ávidos de beber, mientras la bota, por cuyas costuras se había salido la mitad del agua, seguía ofreciéndose al que la quisiera.

La proximidad del agua había aumentado al sed hasta el delirio y era imposible resistir por más tiempo.

Con mano temblorosa y vacilante el teniente Arriola, hoy mayor, tomó la bota de Sandalio, como quien se resuelve a una acción heroica, cerró los ojos y bebió, bebió de una manera fabulosa, hasta saciar la sed que había convertido su lengua en una yesca.

Después de Arriola bebió otro oficial, bebimos nosotros y bebió el mismo coronel Lagos, porque corrió la voz que el charco se había agotado y no quedaba más agua que la que había en la bota del alférez Sandalio.

Calmada un poco la sed en el charco, fue ya más fácil la excavación del segundo jagüel, encontrándose el aguadulce a solo tres varas de profundidad.

Pero el agua de la bota de Sandalio se revolvía en todos los estómagos, y a la vista del pie, amenazaba una verdadera revolución de tripas.



Calmada la sed se pensó en comer, pero no había carne ni caso parecida.

Los tábanos, el sol y la sed no habían dado alce, y cosa rara, los milicos no habían ni siquiera boleado un avestruz.

La tropa necesitaba comer, y se dio entonces permiso para carnear tres o cuatro mancarrones patrios, de aquellos que por bichocos, manco o lunancos, no pueden prestar el menor servicio, y de pronto se vieron brillar los fogones adornados con su correspondiente cacho de carne.

Cerca del coronel Lagos se había improvisado una mesa de oficiales, con unas ocho o diez caronas puestas del lado más limpio o mejor dicho, menos sucio.

Alrededor de la mesa o de las caronas, y a suelo limpio, tomaron asiento los oficiales, y los asistentes empezaron a llegar con la comida de cada uno, es decir, el pedazo de caballo que le había caído en suerte.

Quién traía la picana, quién un pedazo de grano de pecho, quién un pedazo de costillas o de chorizo, todo perfectamente asado y revolcado en la ceniza a la falta de sal.

Con la fuerza del hambre que tenía, cada cual se le durmió a su pedazo como el manjar más exquisito, con tanta avidez que poco después, y en medio de la mayor alegría, sólo quedaban blanqueando los huesos sobre las caronas, como un matadero visitado por zorros.

No recordamos a quién se le ocurrió, en aquel momento de plácida digestión, acordarse de las botas del alférez Sandalio y describir asombrado, el pie que de ellas había surgido.

Aquello fue como el bálsamo de Fierabrás que tomó Sancho Panza.

No quedó en los estómagos ni un solo bocado de comida, ni un solo trago de agua.

El recuerdo había producido más efectos que la droga misma.



UN CORAZÓN BRAVO

El sargento Liendo es uno de tantos tipos de infinita bravura que cruza por las filas de nuestro ejército dejando en todas partes el rastro de su sangre y de su carne, y la leyenda de sus hechos heroicos que sólo conocen y comentan los compañeros de cuadra.

Liendo es uno de tantos tipos heroicos que marchan por el mundo a impulsos del propio corazón, y sin pensar un momento en los beneficios remotos que sus hazañas pueden traerles.

El sargento Flores, borrachón insigne, que salvó a Julio Dantas arrancando su cuerpo exámine de entre los paraguayos, cuando había sido abandonado por sus compañeros, no obró por cálculo.

Con el cariño que le inspiraba su oficial se lanza a centro del peligro pórquele parece una cobardía abandonar su cadáver: es ésta la única fuerza que lo impulsa.

Y así cruza, pasan y mueren estos héroes silenciosos, sin aspirar a más recompensa que a la satisfacción del deber cumplido.

El sargento Liendo es uno de tantos: hay un rasgo de su corazón que lo levanta al nivel del caballero más rígido y cumplido.

El sargento Liendo se hallaba herido en la sala de presos del Hospital General.

Se había batido con un compañero y habían cambiado un tajo.

Por su calidad de preso, no podía salir de aquella sala guardada por un centinela.

Pero llegó un día en que Liendo tuvo necesidad de salir: se casaba un compañero y él quería asistir al casamiento y al baile, [al] que había sido invitado.

Pero no había forma de realizar su deseo: estaba preso y el centinela no lo dejaría pasar.

Liendo llamó al cabo de cuarto, viejo compañero de armas, y le comunicó su deseo.

-Es preciso que me dejes salir -le dijo-; tengo que salir y sólo tu puedes hacerme este servicio.

-Y ¿cómo voy yo a hacer esto? Si me pillan pierdo la jineta y me rompen el alma a palos; ya ves que esto no se arriesga así no más.

-Es que no te pillarán porque yo vuelvo antes de la diana, te lo juro.

-Ese es tu propósito, pero nadie sabe lo que puede suceder: en los bailes todos son compromisos, una copa de más hacer olvidar los mejores propósitos, y por una pelea interviene la policía, se sabe que Liendo ha andado de parranda, y quién paga el pato somos mi jineta y yo.

-Yo te juro que o te he de comprometer y que he de volver antes de diana: ya sabes que lo que Liendo ofrece, lo cumple hasta la muerte.

El cabo pensó un momento, se rascó la pelada y concluyó por conceder el permiso.

-Está bien -le dijo-, ya sabes que si te pillan afuera, o me comprometes, habré perdido la jineta y de yapa recibido una paliza de mi flor.

El sargento Liendo se acicaló aquélla tarde como para una recepción diplomática.

Se metió en el pelo del mismo bálsamo tranquilo que se ponía en la herida, se perfumó el pañuelo con aguardiente de quemar, y se untó sebo en la barba y los botines, quedando hecho un soberbio mozo.

Así acicalado y llevando la bayoneta en la cintura, por todo evento, salió de la sala de presos, bajo la responsabilidad del cabo cuarto.

-Ya sabes, hermanito -le dijo este-, cuidado con perderme.

-No tengas cuidado, ya sabes que Liendo no ha faltado nunca a su palabra.

Y así acicalado se trasladó a lo de su amigo el cabo Lobo, que era el del casamiento.

A pesar de su fuerte tufo a bálsamo tranquilo, las mozas recibieron a Liendo con mil agasajos y demostraciones de cariño.

Es que Liendo era un pierna famosa para este género de diversiones, pues sumamente alegre y travieso, era capaz de hacer reír a la concurrencia durante toda la noche.

En cuanto entró se puso en baile y ya no se volvió a sentar más.

Todas se los disputaban, todas lo llamaban, y él, sudando la gota gorda y despidiendo su tufo a bálsamo tranquilo, a todas atendía con igual solicitud.

Llegó la hora de las tortas fritas y del cordero al asador, pero Liendo anunció gravemente su retirada: no quería que la diana lo sorprendiera fuera del hospital.

Un inmenso clamoreo se levantó entonces de entre las muchachas pidiendo a Liendo que se quedara un momento más.

-Eso sí que no -respondió el sargento-, si yo me quedo le hago perder las jinetas al cabo Sosa y sabe Dios que más le sucede. Cuando salga en libertad será otra cosa; entonces me comprometo hasta engancharme con ustedes, ahora es imposible.

Y en vano fueron todos los pedidos y ruegos: Liendo, con gran dolor de su ánima, se despidió de sus compañeros y echó a andar hacia el hospital a paso de trote.



Pero era en la calle donde lo esperaba la prueba más dura.

Allí lo esperaba Flores, un tal Flores con quien había tenido antiguos resentimientos, y a quien la tranca le había dado esa noche por pelea a Liendo.

-¡Párese, maula! -le gritó, unas cuatro cuadras de llegar al hospital-, vengo a pelearle.

-Lo que es ahora no peleo ni por un queso -contestó Liendo-. Mañana será otro día.

-es que ha de ser hoy mismo -contestó Flores-, ahora mismo, porque es un puerco y un cobarde: saque, maúlle sus armas.

-Hoy no puedo -contestó Liendo-, otro día no se irá sin que le haga el gusto.

-Es que tiene miedo, y el miedo ya se lo voy a hacer pasar azotes, para que no sea flojo.

-Mire amigo -contesto Liendo gravemente- yo estoy preso en el hospital y he salido esta noche porque el cabo Sosa me lo ha permitido. Si yo lo peleo a usted y le doy de puñaladas, porque usted no es hombre para mí, se mezclará la policía, se sabrá que yo he andado en la calle, y el cabo Sosa por mi causa perderá la jineta y sabe Dios qué más. Déjeme salir en libertad y no se quedará con las ganas.

-Ahora mismo ha de ser, ¡o te he de sacar las caronas a tajos! -contestó Flores.

Liendo vio que ya venía clareando el día, y temiendo faltar a su compromiso, quiso pasar y seguir apresuradamente su camino.

Liendo era capaz de pelear con veinte Flores, que al fin y al cabo no valían gran cosa; pero ¿y Sosa? ¿Cómo le evitaba el castigo y la vergüenza?

Al ver que quería seguir marchando, Flores sacó una daga y se le fue encima:

-O peleas -le dijo en el colmo de la irritación-, o te mato como a un perro. -Y le dio un sopapo.

Liendo sintió agotada su paciencia ante la injuria y el golpe, no vio delante más que aquel enemigo fácil desvanecer y echó mano a la bayoneta.

Pero en aquel momento se acordó de su compromiso, vio al cabo Sosa apaleado y sin jineta por su causa, y se contuvo.

-He dicho que hoy no peleo -exclamó-, mañana no será lo mismo -y dando un empujón a Flores siguió adelante.

Pero el milico lo corrió y le dio alcance; no había más remedio que pelear y comprometer a Sosa, o dejarse apuñalear y tratar de llegar al cuartel antes del día.

Liendo optó por lo segundo sin vacilar, y empezó a huir saltando hacia retaguardia y evitando con los brazos las puñaladas que le dirigían.

Flores, ciego por el deseo de matarlo, no cesaba un momento de tirarle terribles puñaladas.

-No seas cobarde -exclamaba Liendo, retirándose siempre-, ¿no ves que no te puedo pelear?

-Pues morirás a mis manos, que al fin es lo mismo para mi.

Liendo podía sacar el machete y matarlo, pero entonces se sabría que fue él quien lo mató o le hirió, y Sosa quedaba colgado.

Sólo le faltaba media cuadra para llegar al hospital, pero ya había recibido muchas heridas y aquel trayecto le hubiera sido imposible salvarlo.

Ya vacilaba debilitado por la pérdida de sangre, cuando alcanzó a ser visto por la guardia del hospital, que corrió en su socorro.

Al ver esto Flores se puso en fuga sin haber logrado su objeto, pero dejando a Liendo muy mal herido.



Conducido al hospital y a su cama, sus compañeros recién se dieron cuenta de lo sucedido.

Liendo tenía tres puñaladas en el pecho y diez o doce en los brazos.

-Pero ¿cómo te has dejado poner así por Flores, que no vale nada? -le preguntó Sosa.

-¡Qué quieres! Si lo peleo y lo lastimo mal, él hubiera dicho quien lo lastimó y hubieras perdido tu jineta. Yo juré no comprometerte, y ya ves que he cumplido.



Andando el tiempo, Liendo [fue] sargento de policía, a [las] órdenes de su antiguo oficial el comisario Dantas.

Una noche llevaron a la comisaría un borracho que apenas podía tenerse en pie.

Era Flores, el mismo que apuñaleó a Liendo de la manera que hemos referido.

Cuando Liendo supo el nombre de aquel borracho, se fue al calabozo y mirándolo, exclamó:

-Es verdad, es el mismo Flores.

Y dándole con el pie dijo a sus compañeros:

-Este basura es el mismo que me dio de puñaladas valido de la ocasión.

Y sonrió con una expresión magnánima.



EL NEGRO SANTOS

Pocos serán los que no hayan conocido al negro Santos, viejo veterano más curtido que un par de botas de potro.

La sangre del negro Santos ha corrido en todos nuestros campos de batalla, y se había habituado de tal manera al estruendo del cañón, que sus ojos mismos parecían un fogonazo.

El negro Santos tenía un grito que le era peculiar, que parecía el silbido de una bala: este grito lo lanzaba siempre en las grandes solemnidades de su vida.

Identificado [con] el servicio y la vida militar, se manejaba en la calle como en el propio cuartel, campando donde quiera que lo tomaba la noche.

Las heridas habían deformado su semblante de ébano, que no era otra cosa que un conjunto de horribles cicatrices, y su troya roja como un tizón, parecía los labios de una inmensa herida.

Y aquella cara espantosa, iluminada por el fogonazo de sus ojos, adquiría una expresión de sátiro, capaz de imponer miedo al corazón más sereno.

A pesar de esta apariencia feroz, el negro Santos era un ser inofensivo.

Así como en el campo de batalla era un león, era en la calle de una mansedumbre infinita.

Era capaz de sacarse su chapona, para darla a otro más necesitado que él.

Cuando reunía diez o veinte pesos, entraba a un almacén y bebía y convidaba a los presentes hasta dar fondo con su último centavo.

Una vez borracho, salía a la calle amenazando al cielo y a la tierra y haciendo ademán de sacar el cuchillo; pero se entregaba mansamente al primer vigilante que se lo intimaba, y se iba a pasar un semana a su casa vieja, como llamaba él a la fonda del gallo.

El negro Santos no conocía su edad, y la medía por los frascos de ginebra que había consumido: así cuando alguien le preguntaba los años que tenía, respondía estirando su troya de tizón:

-Tengo como tres mil frascos de ginebra.

-¿Y has tomado mucha ginebra en tu vida, Santos?

-Calcule usted; en los días que no llueve, tomo ginebra; cuando llueve, sólo tomo caña.



Insensible para todo, solo la vista de un vaso de ginebra podía conmoverlo.

Estiraba entonces la mano, la trompa adquiría una expresión jadeante, y sus ojos no parecían ya un fogonazo sino un fogón.

Por un vaso de ginebra, el negro Santos era capaz de todo, menos de una cosa, y esta cosa era gritar muera Mitre.

Los días abrasadores de calor, cuando el negro Santos lloraba por una copa de ginebra, alguna que quería ver hasta dónde llegaba su amor por el general, le alcanzaba un medio frasco diciéndole:

-Grita muera Mitre y te lo doy.

-¡Viva Mitre! -respondía el negro relampagueando los ojos.

-Mira que Mitre no te ha de dar ginebra ni va a saber que le has dado un muera; toma el medio frasco y grita.

-¡Viva Mitre! -respondía el negro, y devolviendo el medio frasco envuelto en una mirada más angustiosa, lanzaba su grito de silbido de bala, y como quien estaba convencido de que no puede hacerse otra cosa, repetía -: ¡Viva Mitre!

Y se alejaba de allí enviando un beso al medio frasco y diciéndole: "sos muy caro, hermanito; no te puedo llevar a la esponjita de mis labios".



Santos dormía sus trancas al rayo del sol, como en su mejor cama.

-Te vas a morir -le decían-, te va a dar un tabardillo.

-No hay miedo, a los tabardillos como a las enfermedades no les conviene campear en mi cuerpo, porque se maman y no saben lo que hacen. Una ves el cólera se me metió en las tripas, y fue tal el peludo que agarró, que tuvieron que llevarlo preso. ¡Yo tengo gualicho, como los indios!

Así en los días más rajantes de enero, se le veía tenido al sol como un camaleón y dormir a sus rayos ardientes, sin que la alianza del sol y la ginebra hubieran podido nunca derretir aquellos sesos de cal y canto.



El negro santos, por su medio siglo de servicios, por sus heridas y su bravura incomparable, había adquirido ciertos derechos y prerrogativas, que él hacía elásticos a lo infinito.

Después del sangriento rechazo de Curupaytí, el brigadier Mitre observaba con el anteojo aquellos abatíes donde tanto héroe había vendido la vida.

El negro santos, con su cara de sátiro y limpiando la sangre de una ancha herida que se veía en su frente de ébano, observaba los movimientos del brigadier con una travesura infinita.

Aburrido de verlo observar siempre el campo enemigo, el negro Santos se le puso por delante y con infinita picardía le dijo:

-Mi general, haga el favor de mirar a retaguardia.

-¿Y para qué quieres que mire a retaguardia? -preguntó el general, esperando ya una salida traviesa.

-Para ver si viene el comisario pagador, ¡que tanta falta nos hace!

Y lanzando un grito poderoso, se dio en el suelo una vuelta de carnero.



Hacía dos meses que el ejército no fumaba, es decir, que la tropa no fumaba, y los milicos andaban sin sombra.

Una tarde el general Mitre pasó delante del negro fumando un cigarro habano.

El negro no pudo contenerse, y cuadrándosele por delante le dijo:

-¡Ah, hijito! ¡Dame una chupadita, aunque después me sacudan mil azotes!

El general pasó, y tres varas más adelante arrojó un cigarro de manera que Santos pudiera verlo.

El negro se precipitó sobre el cigarro, y poniéndoselo en la boca gritó a la escolta:

-¡Vista a la derecha! (el lado opuesto al suyo), que el general está fumando.



El juego en el ejército [estaba] rigurosamente prohibido, prohibición que no rezaba con los jefes.

Una noche los jefes principales se habían reunido en la carpa del general Flores, donde jugaban alegremente.

Una imaginaria había en la puerta para [impedir] la entrada.

El negro Santos, que sintió el ruido de las libras, se metió por debajo dela carpa, y cayendo como un halcón sobre palta y cartas gritó imitando al oficial que sorprende una jugada:

-Jugando, ¿no? Decomiso y quedan ustedes presos en su alojamiento.

Un sopapo inesperado apagó en la trompa del negro su sonrisa de sátiro, pero en el barullo siempre escamoteó tres libras esterlinas.



Preguntándole de dónde le nacía aquel amor que profesaba al general Mitre, el negro Santos nos decía, con la mirada húmeda y el semblante conmovido.

-¡Y cómo no he de quererlo! Cuando el dos me mayo me abrieron este boquete en el pecho, él me dio un pañuelo de manos para que estancara la sangre, y él mismo ayudó a sacarme de campo de batalla. Sin embargo -añadía-, otra vez me echó un reto que me dejó frito: yo no me acuerdo cual de las dos cosas me hizo llorar más fuerte.



Cuando le dieron de baja, el negro Santos se fue a Rosario, y campo en la plaza principal: era entonces jefe político don Pascual Rosas.

Una tarde, el negro Santos, que hacía dos días que no comía y que estaba aburrido de dormir en la vereda, se fue a la policía y dijo al oficial de guardia:

-Haga el favor, mi oficial, de tenerme aquí unos días; yo barreré las cuadras con tal que me den de comer y una tarima para estirarlos huesos.

-Esto no es posada, negro loco -respondió el oficial-. Trabaja y tendrás lo que te haga falta.

-¿No me quiere alojar? -respondió el negro-. Pues aunque no lo quiéralo hará; yo tengo banca con Pascual y haré que él de orden queme reciban.

Aquella misma noche tenía lugar un gran escándalo en la plaza.

A dos varas del banco en donde se hallaba sentado don Pascual Rosas, y entre la concurrencia de damas que todas las noches llenaban la plaza, el negro Santos lanzaba su grito de locomotora, diciendo:

-¡Pascual Rosas es un ladrón; se roba las multas y le rancho de los vigilantes! ¡Ladrón, ladrón! Hijo de ladrones y padre delo mismo. Ya contaré yo todo lo que se y te conocerán en el Rosario.

Cinco minutos después el oficial de guardia recibía al negro Santos por orden del jefe de policía.

Y cada ve que el hambre lo acosaba, el negro Santos repetía la escena.



El negro Santos murió en San Martín, donde lo había llevado una travesura que no se puede relatar.

En su última noche, los oficiales que los visitaban con frecuencia, para entretenerse con sus cuentos, le oyeron exclamar dela manera más cómica.

-¡Qué lástima morirse, qué sentimiento morirse!

-¿Y por qué sientes tanto morirte?

-¡Cómo no he de sentir morirme cuando queda en los almacenes tantísimo frasco de ginebra que no tomarán mis labios!



UN BAILE MONSTRUOSO
Recibo en casa del señor de Tripailaf

El día no podía ser más espléndido, aunque algo caluroso, y los salones del señor Tripailaf, abiertos desde la víspera, esperaban la gran concurrencia que debía invadirlos.

Tripailaf abría sus salones con motivo de su duodécimo enlace, que seguramente no había de ser el último.

El high-life de los toldos estaba en un movimiento febril: los capitanejos pintaban sus caras feroces con colores extraídos de diferentes plantas, mientras los guerreros se ponían su traje de baile, que consistía este en un taparrabos de piel curtida y unas plumas de color atadas en la cabeza por medio de la vincha que sujetaba las crines.

Las mujeres y la chusma se ocupaban de la preparación del ambigú, cuya lista daría vuelta como una media al estómago más fuerte.

Los diversos manjares se componían de picanas de caballo, fiambres, pero cocidos en una agua espantosa, varios matambres al asador, sangre de yegua cortada en pedacitos como gelatina, alones de avestruz churrasqueados y ocho costillares de potro asados con cuero.

Un manantial de château laguna estaba al alcance de loso invitados.

En medio delos toldos se había levantado un trono de tierra cubierto de magníficas pieles de tigre, cuyo trono lo ocupaban desde el toque de diana el señor de Tripailaf y sus once consortes.

Alrededor de este trono había un espacio destinado para la danza y después la inmensa sabana de la pampa, donde cada cual tenía el derecho de extender su poncho y echarse de barriga, siendo de mal tono cualquier otra posición.

Frente al trono de Tripailaf había un viejito, abuelo de este, cuya edad fabulosa era incalculable.

Este indio era tan viejo que no conversaba ya ni señales delos dientes, por cuya razón no podía alimentarse más que de potrillos nonatos.

Para proveerlo de este delicado alimento, cada tantos días apaleaban las yeguas preñadas para hacerla abortar.

Por este sistema se había conseguido aquel día dos potrillitos del tamaño de un cuzco, que el viejito miraba con una infinita expresión de gula.

Aquel viejo no pensaba más que en final del baile para lanzarse sobre los dos potrillitos.

En un toldo de cueros de vaca, herméticamente cerrado, estaba la duodécima esposa destinada al señor de Tripailaf, esperando la hora de su feliz casamiento.

Nadie podía verla hasta que este no se efectuara, y ella no podía tener más alimento que tres bocados de carnes y tres tragos de agua, que por debajo del toldo y de tiempo en tiempo le alcanzaba la última mujer del horrible cacique.

Esta era la disposición de los grandes alones del señor de Tripailaf cuando llegaron los invitados a la fiesta, que lo era toda la guarnición del fuerte General Paz.

El coronel Lagos, el mayor Godoy, el comandante Freyre, los oficiales del 2 y 7, y la tropa misma, se apresuraban a acudir al galante rendez-vous.

Y Tripailaf hacía una expresiva cortesía a la concurrencia, conforme iba llegando, en prueba del profundo refocilamiento que su presencia le causaba.

Los soldados que tenían mujer acudían con ella a la gran fiesta, y la misma negra Carmen llevó su entusiasmo a trasladarse acompañada de las terribles caronas de amasar tortas fritas.

La banda del batallón 7 había concurrido a hacer los honores, a cuya vista Tripailaf no pudo tenerse y se paró sobre el trono lanzando una especie de gruñido, expresión en la que quería significar el colmo de su alegría.

Las mujeres de los milicos habían llevado su lujo hasta a lavarse la cara y ponerse un poco de grasa de potro en las greñas de sus incomparables cabezas.

Y los maridos las miraban extasiados, deseando ardientemente el momento de entregarse a la danza.

La concurrencia, después de saludar con toda finura al feliz cacique, tomó asiento, o mejor dicho tomó barriga, porque fue esta la posición adoptada por todos.

La banda tocó una polca como para animar la fiesta, empezando enseguida un baile desesperado y salvaje, del que no hay la más remota idea.

Unos ocho o diez indios ocuparon el espacio que rodeaba al trono: eran los bailarines del primer cuarto.

Vestidos con el traje que hemos indicado más arriba, se lanzaron en un baile salvaje; es una especie de cancán furioso, pero de un cancán horrible: lleno de contorsiones grotescas y desesperantes.

Cada uno de ellos imita los movimientos de algún animal: el primero va tirando cornadas y corcovos como un toro indómito; el otro manotea y se encabritas como un potro; el que lo sigue se empaca y tira coces como una mula; el otro hace un zorro; el otro hace de venado, y así sucesivamente.

Y jadeando y pudiendo apenas respirar, con las crines pegadas a la frente por el sudor y el rostro encendido, siguen bailando vertiginosamente al compás de una tambora, que no es otra cosa que una piel de liebre curtida y estiraba en dos maderos.

La concurrencia lanza alaridos terribles: es su manera de aplaudir.

Si nadie grita es porque los bailarines no gustan, y entonces termina el baile.

Cuando la fatiga postra a los bailarines, se retiran chorreando agua como un paraguas que se cierra durante la lluvia, y otros diez, el segundo cuarto, vienen a reemplazarlos, con las mismas contorsiones, imitando los mismos animales y haciendo todo género de horribles visajes.

Los que han bailado antes se echan en el suelo a reposar hasta que vuelve a tocarles el turno.

Y esto se repite incesantemente durante tres días, que es el tiempo fijado para tales ceremonias.

Al fin de los tres días el marido baja del trono, deposita en el toldo del suegro las pilchas ñeque se ha fijado el valor de la china y va a sacar del cerrado toldo a su nueva consorte.



Cuando empezó a caer la noche, el señor Tripailaf se levantó del trono, acompañado de sus consortes: era la señal de entrar al ambigú.

Los indios y los milicos se lanzaron sobre aquellos manjares potrunos, mientras el indio viejo se hacía alcanzar los dos potrillitos y la negra Carmen se entregaba a la fabricación de sus tortas.

Y los invitados comieron de aquellos manjares por necesidad y por no desairar al galante anfitrión.

El mayor Godoy no pudo resistir al tufo y repitió ante la real persona la inmortal escena del bálsamo de Fierabrás.

Concluido el banquete, los indios se entregaron a beber aguardiente, mientras la tropa y sus pilchas se lanzaban en pleno voluptuoso gato, con y sin relación.

La escena cambió aquí por completo.



Las criollas, el remolino dela danza y el repiqueteo de los talones, levantaban nubes de polvo que hacían gruñir sordamente al viejo de los potrillos, y los milicos cantaban alegremente siguiendo la música de la banda.

Aquel era un paréntesis a la tremenda vida de abnegación y fatiga de que es sinónimo el servicio de frontera, y los pobres milicos querían exprimirle hasta la última gota de jugo.

¡Sabe Dios cuando volverían a dar a su espíritu igual día de refocilamiento!

Así, mientras los indios se mamaban como indios, es decir, hasta no poder llevar el jarro a los labios, ellos bailaban con las indias mismas, que se mostraban felices de tomar parte en tan soberbia farra.

La fiesta de aquel día terminó cuando no quedó un solo indio en pie.

El regimiento tocó lista de ocho, y los milicos, mohinos y pesarosos, tuvieron que regresar al cuartel, dando por terminada la fiesta.

A la mañana siguiente volvió a empezar la jarana, que duró, repitiéndose el mismo programa, tres días, al fin de los cuales Tripailaf entregó las prendas estipuladas y recibió su duodécima consorte.



La tranca fue entonces descomunal: era preciso dar fin al aguardiente y los indios bebían hasta no poder mover un dedo.

Era tal el olor a aguardiente que había en el campo, que no sabemos como pudimos volver por nuestros propios pies: el tufo emborrachaba.

Este es el modo de casarse los indios, y esta es, aunque pálida y resumida, la crónica del gran recibo en la casa del señor Tripailaf.



LA VIDA DE FRONTERA

Ustedes que creen que el militar en la frontera pasa una vida napolitana, tendido panza abajo o panza arriba, rascándose la punta dela nariz, no tendrían, para desengañarse, más que asomar la nariz por la frontera en una de esas madrugadas afeitadoras.

Allí verán que el soldado como el oficial son dignos de todo cariño y respeto, y apreciarían la diferencia que hay en dejar la buena cama abrigada y limpia a las nueve de la mañana y salir entre los pobres ponchos al primer vislumbre del día sobre una escarcha tremenda y bajo un rocío glacial.

Allí no hay placeres, no hay dulzuras, no hay nada que pueda halagar el corazón o el espíritu.

Se vive lejos de toda caricia, como un parásito, sin más mañana que la lanza de indio, ni más ayer que el hambre pasada o continuada.

El perro mismo del campamento es más feliz que el hombre; él duerme siquiera tranquilo cuando el cuerpo necesita reposo, y no hay quien le arranque el bocado dela boca para enviarlo al combate.

Sin enemigo al frente, parece que su vida fuera lo más desconsolada de este mundo, y sin embargo, vive siempre como si tuviera a su frente el ejército más respetable.

Se levanta a la diana, haga el tiempo que haga, limpia sus armas y sus correajes, hace su ejercicio, pasa sus revistas y hace el servicio más penoso y completo.

La alimentación es poca y mala, la leña escasea, el proveedor especula con los estómagos de la tropa, y el sueldo no lo recibe el soldado, sino el pulpero que le fía con vale del oficial y a veinte veces el precio de cada cosa.

En las noche tremendas de junio y julio, cuando el frío hiela los huesos, el servicio de imaginarias y guardias es necesario hacerlo con relevos de cuarto de hora, muchas veces cada diez minutos.

Estando más tiempo, los centinelas morirían de frío.

Esto sin contar con que el traje de invierno es de brin, porque la comisaría ha demorado el envío del uniforme, o porque este se ha quedado en los lodazales del camino.



Parece que no hubiera nada más penoso ni nada más ingrato que el servicio de frontera, y sin embargo hay algo más terrible aún.

Y este algo es el servicio de fortines, donde hay momentos en que la vida se hace positivamente inaguantable.

Allí va un oficial con cuatro o más soldados, según la importancia del fortín que ha de guarnecer, y pasa un mes o sus dos meses en aquel verdadero presidio, donde no ve más cara humana que la de sus cuatro soldados.

Aquel ranchito mezquino, con un foso por toda defensa y un cañón de señales por todo aparato, es la cárcel de aquel quinteto de seres humanos, condenados por tiempo fijo a pasar una vida completamente animal y peligrosa.

Como los cuerpos de línea son remontados con pampas y vagos, cuando no con criminales, el oficial no tiene confianza en sus cuatro o seis soldados, porque temen que lo asesinen para desertar, y no se atreve a dormir sino a intervalos irregulares y llenos de sobresaltos.

¡Cuántos desventurados como el ayudante Petit del 3 de caballería no han sido asesinados durante el sueño por la guarnición del fortín!

Y el mismo sargento o cabo que lo acompaña se alterna para dormir, porque tampoco tiene confianza en su tropa y él seria responsable dela vida de su oficial.

La ración no la recibe durante su estada en el fortín, porque no se la mandan, en razón del mal estado de los caminos o de que no ha habido reses. Y el oficial se ve en la alternativa durísima de morir de hambre con sus soldados o enviar a estos para que marchen a bolear algo en el campo, a riesgo de que deserten y lo dejen con la responsabilidad más dura.

Y tiene que velar día y noche por la seguridad de su fortín y sus alrededores, enviando las descubiertas necesarias, porque una sorpresa o un golpe de manos de los indios importaría para él no sólo la pérdida de la vida, sino de su honor y su reputación.

Y hace personalmente el servicio más penoso para estar bien a cubierto de todo peligro.



Las marchas se hacen en la frontera a cuerpo gentil y bajo la inclemencia del tiempo, sea cual fuere.

El soldado de caballería no conoce lo que es el sibaritismo de una carpa, ni ha experimentado nunca el placer infinito de pasar bajo techo un aguacero.

El sol del día siguiente secará la ropa sobre su cuerpo, y estamos del otro lado, aunque una pulmonía se encargue bien pronto de secar la carne sobre sus huesos.

Para eso están en la brecha, y como ellos dicen pintorescamente, ninguno tiene el cuero para negocio.

Todo su equipaje, tanto del oficial como del soldado, está en el recao donde va montado.

Esa es su cama, que tiende indistintamente sobre la laguna o sobre el pajonal; esa es su mesa, en las caronas pica tabaco, con las mantas improvisa un capote, y el freno acomodado sobre los bastos o el lomillo le sirve de la mejor almohada.

Y duerme así bajo la lluvia torrencial y cubierto solo por el poncho patrio, como duerme el caballo durante la marcha y apoyado en el cañón de la carabina cuando queda a pie firme.

La cuestión es disminuir un poco la deuda contraída con el sueño, y todas las posiciones son para él igualmente plácidas.

Hace fuego sobre los cañadones, haciendo nadar un pedazo de palo sosteniendo cualquier pedazo de piedra y es capaz de hacer un churrasco bajo el mismo diluvio universal.

Si se trata de pelear, sonríe alegremente, porque saldrá por un momento de aquélla monotonía espantosa.

Atrás del regimiento o escuadrón que marcha, viene la caballada de refresco, que es rodeadora en el acto de avistarse el enemigo.

Allí cada soldado y cada oficial toma un caballo sin averiguar las condiciones, y sin tener derecho de elección ensilla y salta en él enpelos y forma atento a la primera voz de mando.

El caballo puede corcovear o hacer lo que quiera por desembarazarse del jinete.

Pero este, siempre firme y siempre atento, lo domina, lo guía y lo lleva al combate, porque el caballo no ha sido nunca para nuestro soldado el menor inconveniente.



Recordamos entre mil otros, uno de los episodios más curiosos de la vida de frontera.

El regimiento 2 de caballería, a órdenes del coronel Lagos, había hecho una persecución al enemigo al extremo de postrar sus caballos.

Y era una lástima que llevando aquel sus caballos igualmente postrados, no pudiera alcanzársele por esta misma causa.

Al pasar por los toldos de Coliqueo, en la Tapera de Díaz, el coronel pidió a este cacique le facilitara caballos para que mudase el regimiento.

Coliqueo no tuvo inconveniente, e hizo acercar una caballada magnífica y gorda como pocas veces la habían tenido.

Alborozados los milicos con aquellos fletes, desensillaron, dejaron allí sus patrios extenuados y empezaron a ensillar los de los indios.

Estos nos aprestaban muy gustosos a la operación: pero ¿qué caballo, por brioso que sea, puede resistirse a un soldado de línea?

Una vez que con más o menos trabajos hubieron ensillado milicos y oficiales, atribuyendo los bríos a al gordura de los caballo, se tocó a caballo y enseguida marcha y a galope.

¡Nunca se hubiera escuchado semejante toque!

Apurados por el rebenque de los soldados, salieron los mancarrones como una manada de diablos, corcoveando el uno, dándose contra el suelo el otro y queriéndose empacar los demás.

Cada pingo salió por un lado como si elevara una gruesa de cohetes a la cola, sin poder guardar la menor información. ¡El indio maldito les había hecho ensillar potros, de los cuales los más mansos eran redomones de rienda!

No era posible recambiar los caballos, porque hubiera sido perder todo el éxito de la operación, y se mandó seguir adelante.

Y aquel regimiento, domando, y sin que hubiera caído un solo soldado, al otro día alcanzaba al enemigo, llevando caballos hechos de los que la tarde anterior eran potros.

Esto es un ligero bosquejo de la vida militar en la frontera, que recomendamos a los que creen que aquellos milicos son unos rascapanzas.



UN CARNAVAL EN LA PAMPA

Hacía un calor de todos los infiernos, era preciso andar con toalla en vez de pañuelo, y como no había ni toalla ni pañuelo, los oficiales usaban la chaquetilla de brin, y en su defecto el dedo pelado.

Era el domingo de Carnaval, y cada cual se hallaba entregado a los recuerdos de tiempos felices.

El campamento ofrecía el aspecto de la mayor tristeza, pues el Carnaval retozaba en todos los corazones. Jóvenes todos, oficiales y jefes, con más calor en la sangre que un tifoideo y con más ganas de divertirse que de otra cosa, no nos podíamos conformar con aquel carnaval pasado entre los indios.

En vez de ir al Progreso, el coronel Lagos disponía lo necesario para recorrer los fortines al día siguiente.

El comandante Freyre pensaba en la interesante María Fraga, el mayor Acevedo leía el Quijote, mientras Godoy echaba una partida al billar en la pulpería de Bastos, con el mayor Martínez.

Los oficiales andaban dados al diablo: quién recordaba aventuras amorosas pasadas en el café de Pancho, quién pegaba un relincho pensado en el Skating-Rin, quién se había vestido de parada para hacerse la ilusión de que iba al baile, quién bailaba en medio del campamento con un almohadón de pareja la más desenfrenada polca que hayan bailado pies humanos.

El entusiasmo de los unos se comunicaba a los otros, y todos caminaban a paso de cancán y riendo de una manera vertiginosa. El capitán Camila García y el alférez Giménez, en traje de mujer, corrían de carpa en carpa de los oficiales amigos, cuidando que el coronel no los fuera a ver a la pasada, y daban cada broma más risueña que un par de cosquillas al descuido.

De cuando en cuando se escuchaba un alarido sofocado por algún toallazo. Era un manteo carnavalesco dado a algún oficial novatón, al compás de una zambra bailada y silbada por el travieso porta-zarza. Pero el pensamiento no se apartaba del Club del Progreso y de las muchachas lindísimas que en aquellos momentos estarían dando su última mano a su traje.

-¡Ah! -pensábamos-. La vida por un par de alas.



Había entre los novatones del regimiento un joven Sagastizábal, que recién ingresaba al regimiento 2 y que aún no había recibido el manteo de ordenanza.

Fue pues Sagastizábal, alférez [de] guerra, el elegido para distraer aquel día de tristes recuerdos.

-Alférez Sagastizábal -dijo el porta-zarza-, ordena el coronel que se apronte con diez hombres para perseguir una punta de indios.

Sagastizábal saltó de placer y de orgullo ante esa noticia.

El coronel lo distinguía con aquella prueba de confianza y era preciso portarse a la altura de la comisión.

Pero Sagastizábal no sabía como se prepararía, y este era el conflicto.

Como comandantes de la compañía, a nosotros acudió en busca de consejos para hacerlo mejor.

El teniente Arriola lo había provisto de un lazo trenzado y una larga lanza, prendas indispensables, según le dijo, para perseguir indios.

En el secreto de la cosa, aprobamos lo del lazo y la lanza, pero manifestamos que a esta última le faltaba la banderola, y una toalla suplió admirablemente la falta.

El ayudante Blanco le puso un par de nazarenas, diciéndole que aquellos eran los espolines que correspondían a su grado y el alférez Giménez le dio un puñal y un par de pistolas, que le acomodó en el cinturón de la espada.

-Al coronel le gusta que sus oficiales vayan provistos de todo -le dijo-. Cuando lo vea así va a quedar sumamente agradado.

El pobre Sagastizábal sudaba a mares bajo el peso de sus pertrechos; pero creía de buena fe que aquello era necesario.

El mayor Godoy no se atrevía a tomar parte directa dela farra, por su carácter de segundo jefe del cuerpo, pero desde su rancho reía famosamente de aquella magnífica travesura.

Se ataron a la cintura de Sagastizábal un par de boleadoras, prenda que se le dijo ser de primera necesidad, un botella de agua, porque iba a sufrir sed, y un paquete con hierba y azúcar para que tomara mate.

Fue en este traje curioso que se le mandó presentarse al coronel Lagos a recibir órdenes.



Lanza en ristre con banderola de toalla y arrastrando las piernas bajo el peso enorme de las nazarenas, el alférez Sagastizábal se presentó en el alojamiento del coronel Lagos a recibir órdenes.

El coronel comía plácidamente un pedazo de charque, rociado con vino cháteau jahuel; en lo que menos pensaba era en aquella broma formidable.

La oficialidad del campamento espiaba por las rendijas de la puerta y los buracos de aquellas paredes imposibles el resultado de aquélla mascarada improvisada.

Y cada cual se prometía la noche más risueña de su vida.

Agobiado bajo el peso de su pertrechos. Sagastizábal entró en el alojamiento del coronel, pronunciando la frase enseñada:

-A las eminentes órdenes de usía.

Al oír el coronel semejante saludo, dio vuelta y se encontró con aquella figura carnavalesca e impasible.

Y Sagastizábal blandió la lanza, haciendo sonar la banderola.

-¿Qué quiere usted? -preguntó el coronel, no pudiendo contener la risa que retozaba hasta en su saco.

-Vengo a recibir órdenes para la expedición, previniéndole que derramaré hasta mi última gota de sangre para quedar digno de la honrosa confianza que vuestra señoría ha depositado en mí.

Aquello era demasiado; al ver aquel arsenal y almacén de la cintura, aquellas espuelas y aquella lanza, sobre todo aquella lanza, el coronel no pudo contenerse y soltó el hilo de su más franca risa.

El alférez comprendió tarde que había sido víctima de una broma, pues a la risa del coronel había sonado afuera algo como un trueno de carcajadas.

-Retírese, alférez, y vuelva después de sacarse esas mojigangas.

El pobre Sagastizábal salió de allí muerto de vergüenza, pero lo esperaba el trago más amargo.



Apenas quiso enojarse con el primer oficial que halló al paso, el teniente Arriola le echa encima un enorme jarro de agua que llevaba preparado al efecto.

Da vuelta, aturdido, para librarse de un nuevo jarro, pero allí estaba el ayudante Blanco, que le hecho encima un balde.

Corre hacia atrás, y allí lo ataja el alférez Giménez con un balde de cuero lleno de agua.

Aturdido y medio ahogado dispara Sagastizábal, enredándose en las espuelas y blandiendo su lanza, pero todo el campamento se lanza tras él, lloviéndole de un modo desaforado.

Mama Carmen por un lado, la negra Juana por otro, la trenzadora más atrás, la Siete Ojos por otro y Mamboretá por el suyo, todas con su correspondiente vasija de agua, convirtieron a Sagastizábal en una laguna.

El pobre se enreda en las espuelas, tropieza en la lanza, se bolea en la espada y cae a lo largo.

Una verdadera cascada caída sobre sus matambres saludó el golpe formidable.

Y el coronel Lagos tuvo que acudir en su auxilio, pues ya Sagastizábal apenas podía balbucear las palabras.



Media hora después estábamos todos presos en el cuarto de banderas, donde jugamos al carnaval más gracioso de que tengamos memoria, quedando verdaderamente hechos sopas.

Al otro día el alférez Sagastizábal pedía su baja y se apretaba el gorro a Buenos Aires, completamente curado del deseo de ser oficial de caballería: la broma había sido pesada como un diablo.

** ESTE LIBRO HA SIDO DIGITALIZADO POR LA VOLUNTARIA MARÍA DE LA MERCED VILLANUEVA.
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1 comentario

luna juan jose -

me llena de emocion leer estas paginas soy descendiente de tripailao o tripailaf vivo en pehuajo mi padre es nieto de silveira tripailao hija del capitanejo benito y nieta del gran cacique ramon tripailao